© María Dolores Rubio de Medina, 2022.
Fue una infancia en la que las calles no tenían los nombres de la nomenclatura oficial. Tampoco los adultos, que eran designados por la cortedad a la que alcanzaba nuestro mundo, limitado a la escuela y las calles más cercanas a casa. La gente, los amigos, eran conocidos por su nombre de pila; por el primer apellido cuando había muchos Manolos y no se podían llamar «Manolo» en un partido de fútbol para pasar la pelota porque acudían a llamada cuatro Manolos a la vez, aunque fueran del equipo contrario. Tampoco tenían nombres ni apellidos las familias, todo se resolvía cuando había que mencionarlas diciendo: «la madre de Jesús», «la tía de Jesús», «el padre de Jesús», «el hermano grande de Jesús», etc. así hasta abarcar a toda la dinastía.
Pero si hubo un lugar esotérico y mágico; odiado y amado en la infancia de la generación de los 60 en Hinojosa del Duque, ese lugar fue, sin duda, La Puente. Claro que el verano sin escuela era cuestión aparte, cuando nos aventurábamos a colarnos en una piscina de una huerta o en el cine de verano sin pagar la entrada.
"La Puente" en 1974. |
Muchas tardes empezaban en La plazoleta o en Las Cuatro Equinas y acababan en el estanco de la Teresa, donde se compraban dos cajas de mixtos por una peseta para meternos en La Puente. El que había pagado las cerillas encabezaba la marcha. Así nos introducíamos, en cuclillas, una fila de muchachos y muchachas, uno detrás de otro, por el túnel con la ansiada aspiración de salir por la otra boca, por la otra Puente. Se avanzaba por el interior de la alcantarilla a la tenue luz del cerillo, sin ver otra cosa que la espalda del que tenías delante y un halo luminoso más al fondo, hasta que el que sostenía el mixto se quemaba los dedos y lo tiraba. Se hacía la oscuridad. Esperábamos disimulando el miedo, a oscuras, hasta que el intrépido cabeza de la expedición abría la caja, sacaba otro cerillo y lograba encenderlo, no siempre a la primera, y, de nuevo, lo oscuro era menos oscuro.
La aventura siempre acababa abortada, a mitad del recorrido llegábamos al cieno del interior de la cañería, y se imponía la cordura, nadie quería pisar el barro para mancharse los zapatos y que le echaran una bronca en casa. La sensatez predominaba y desistía de ir de Puente a Puente como si estuviéramos jugando a La Oca. Otras veces la razón llegaba cuando se acababan los mixtos y desistíamos caminar a oscuras. La vuelta siempre era rápida, todos corriendo en cuchillas en dirección a la luz que entraba por la boca del túnel, empujándonos unos a otros, aliviados de poder salir y dejar atrás aquella oscuridad.
Fracasar en la aventura no nos quitaba las agallas de intentarlo de nuevo, alguna vez con una vela que la corriente dentro del túnel apagaba rauda, con que los mixtos también se agotaban más pronto que tarde; en otra ocasión con un espejo roto. A Pelagio, el de comercio, le llegó una partida de espejos, uno de ellos salió de la caja roto, y Pelagio lo tiró a la basura. Alguien rescató el marco con medio espejo y colocándolo en la boca de La Puente, moviéndolo para que se reflejara el sol, a los gritos de los que se metieron dentro, logró iluminar el interior de la alcantarilla. Fue la vez que llegamos más lejos, pero de nuevo el cieno de las aguas residuales, nos cortó el paso.
Había que seguir intentándolo, pero un día, los niños de Hinojosa, se quedaron sin La Puente. Las autoridades locales, con buen criterio, pusieron una reja a la entrada. Siempre que paso por ahí, por ese lugar, hago lo mismo que otros amigos de aquella época harán: echarles maldiciones a quienes nos desmitificaron uno de los lugares de la niñez poniéndole una reja, como si fuera una cárcel.
"La Puente" en enero de este año. |
Sevilla, 12 de mayo de 2022.
No hay comentarios:
Publicar un comentario