viernes, 22 de enero de 2016

Práctica de Derecho del Trabajo



Portada de la obra


El pasado año 2015 ha sido muy fructífero en lo que se refiere a la publicación de obras jurídicas y literarias. El último libro con el que doy por finalizado el año 2015, - y que acaba de aterrizar en mis manos-, es un manual universitario.

Se trata un libro práctico, exhaustivo y extenso, titulado:

 «Práctica de Derecho de Trabajo»

 Lourdes Mella Méndez (Directora)
 Esperanza Macarena Sierra Benítez (Coordinadora)
Lara Nogueira Ferreiro (Secretaria) 
Delta, Publicaciones Universitarias.
Madrid, 2015
ISBN: 978-84-16383-26-9.
734 páginas.


En el mismo intervienen, por orden de ubicación de trabajos las siguientes personas:


  1. Nora Martínez Yañez. Universidad de Vigo
  2. Belén Fernandez Docampo. Universidad de Vigo
  3. Rosa Rodríguez Martín-Retortillo. Universidad de Vigo
  4. Emma Rodriguez Rodríguez. Universidad de Vigo
  5. Alexandre Pazos Pérez. Universidad de Vigo
  6. Lourdes Mella Méndez. Universidad de Santiago de Compostela
  7. Jaime Cabeza Pereiro. Universidad de Vigo
  8. Ricardo Pedro Ron Latas. Universidad de A Coruña
  9. José Fernando Lousada Arochena. Universidad de A Coruña
  10. Esperanza Macarena Sierra Benítez. Universidad de Sevilla
  11. Luis Fernando de Castro Mejuto. Universidad de A Coruña
  12. Lara Munín Sánchez. Universidad de A Coruña
  13. Alicia Villalba Sánchez. Universidad de Santiago de Compostela.
  14. María Teresa Igartúa Miró. Universidad de Sevilla
  15. Juan Gorelli Hernández. Universidad de Huelva
  16. Pilar Nuñez-Cortés Contreras. Universidad Loyola de Andalucía
  17. José Antonio Marcos Herrero. Agencia Sanitaria de Poniente
  18. Maria Dolores Rubio de Medina. Junta de Andalucía
  19. Tomás Gómez Álvarez. Abdón Pedradas & Molero Abogados
  20. Miguel Gutiérrez Pérez. Universidad de Extremadura
  21. María Luisa Pérez Guerrero. Universidad de Huelva
  22. Inmaculada Marín Alonso. Universidad de Sevilla


Es una obra que pretende ser un instrumento útil  para el estudio práctico de los múltiples aspectos teóricos y problemas jurídicos que proporciona la disciplina jurídica del Derecho del Trabajo.

En esta obra colectiva desarrollo los siguientes apartados:

a) Capítulo XXV. El SINDICATO. Págs. 561 a 580.

b) Capítulo XXVI. REPRESENTACIÓN UNITARIA Y SINDICAL. Págs. 581 a 597.

Índice de los capítulos XXV y XXVI.


jueves, 21 de enero de 2016

Revista Derecho Social y Empresa núm. 4

En cuanto se encuentre disponible, se colgará el enlace del número 4 -diciembre 2015- de la 

Revista Derecho Social y Empresa 

para su descarga en pdf por quien  estuviere interesado en su contenido.

Este número -en español e inglés- es, como viene siendo habitual, monográfico; en esta ocasión se centra en el tema: 

"Los retos del sindicalismo internacional en el siglo XXI".




Portada del número

A lo largo de sus 233 páginas, 

desarrolla el siguiente contenido: 



Índice 01

Índice 02

Con la publicación de este número, finalizo mi etapa de colaboración con la Revista Derecho Social y Empresa en la que he participado desde su fundación (4 números ordinarios y dos números extraordinarios), realizando las funciones de secretaria y maquetadora de su contenido. 

Las personas son substituibles; pero la vida de aquellas pasa sin detenerse, por lo que he adoptado esa decisión, al no poder dedicar a la revista todo el tiempo que necesita un producto puntero de estas características.

!Larga vida a la Revista Derecho Social y Empresa!





lunes, 18 de enero de 2016

RESUMEN DE LEGISLACIÓN LABORAL ANDALUZA

En esta ocasión, el resumen de legislación publicado en la 
Revista Temas Laborales núm. 131-2015, 
abarca el cuatrimestre de mayo a agosto de 2015.





domingo, 17 de enero de 2016

Variación de un antiguo relato: Narrador externo deficiente o narrador cámara.

LA PINTADA

© María Dolores Rubio de Medina


Robert Miller sabía que pocas tribus quedan por descubrir: el mundo estaba demasiado visto. Su sueño era descubrir una pequeñez. Encontrar algo pintoresco como un pueblo, para redescubrirlo en un libro. Algo así hizo Pitt-Rivers en su libro The people of the Sierra. A Robert, como antropólogo, no se le había perdido nada por ese camino. No había fijado ninguna ruta, simplemente pedaleaba en bicicleta, con el sol cayendo a plomo sobre sus hombros, por las carreteras comarcales de Badajoz, en dirección a la provincia de Córdoba, buscando «su pueblo»; cuando un lugar se anuncio en un cártel: «Puerto Hurraco». 
Miller se paró a un lado de la carretera. Tenía excusa, tres kilómetros atrás se había bebido el último sorbo de la cantimplora. A su derecha —donde empezaba un pueblo desierto y silencioso— se abría una calle con una larga y angustiosa pendiente cuesta arriba.
Una anciana bajó la pendiente hasta la carretera. Vestía de negro, llevaba un paraguas cerrado en una mano y con la otra, tiraba con fuerza del cabestro de una cabra. El animal se empeñó en escalar y poner las cuatro patas juntas en la cima de todas las piedras que salteaban la cuneta. 
—Buenas tardes, señora —dijo Robert. 
—¿Qué? —La cabrera se colocó el paraguas bajo el brazo y se llevó la mano detrás de la oreja, haciendo cuenco. 
La cabra tiró con todas sus fuerzas de la cuerda, casi arrastró a la anciana, estaba empeñada en escalar una enorme roca de pizarra. 
—Buenas —repitió Robert, más fuerte—. ¿Dónde hay una fuente?
—¿Cómo? —dijo la anciana—. Habla mu raro, forastero.
—¡Agua! —chilló Miller, mientras volvía la boca de la cantimplora hacia abajo y la agitaba, una y otra vez, para que la mujer viera que no tenía ni gota.
—¿Francés? —dijo la cabrera.
—Americano, señora —dijo Robert, rojo por el esfuerzo de tener que dar voces con la boca seca —. ¿Dónde hay agua?
La mujer dio un tremendo tirón de la cuerda y la cabra que había escalado media roca, tuvo que bajar a la cuneta. Ella abrió pausadamente el paraguas y cobijada bajo su sombra, miró al forastero. 
Millar levantó la cantimplora al cielo y simuló beber.
—Tire p’alante, muchacho —dijo la mujer. 
—¿Allí hay agua? —respondió Robert, mientras señalaba un punto indeterminado al frente y salía de la carretera para recuperar la bicicleta, apoyada sobre el tronco de una encina. 
Tooo recto, no tiene perdía, chaval.


El caño dejaba caer un chorrito miserable. Ante el pilón, un hombre armado con media docena de botellas vacías, de cinco litros, hacía tiempo hurgándose los dientes con una ramita, mientras llenaba los bidones. Miller hurgó en la mochila que tenía atada a la bicicleta buscando algo de comer, mientras esperaba su turno. Sacó un paquete de galletas y se sentó bajo la sombra de unas retamas. Se quedó dormido. Cuando llenó el último garrafón, el hombre metió las botellas llenas en la parte trasera de una furgoneta blanca, se acercó a Robert y le dio con el pie en una pierna para despertarlo.
—Listo, muchacho —dijo.
—¿How? —dijo Robert. Intentó abrir los ojos.
El hombre lo miró con los ojos muy abiertos, se palmeó el costado del pantalón con la mano derecha como para limpiarla. La abrió con todos los dedos extendidos y la empinó sobre la boca apuntando dentro de ella con el dedo gordo, como si estuviera bebiendo de un porrón.
—La fuente —el hombre señaló el caño libre—. ¡Suya! —Le toqueteó con el dedo en el pecho—. De usted.
Robert reaccionó buscando su cantimplora. Se acercó, apresurado, al caño de hierro.
Queé con Dio —dijo el desconocido.
Bye — dijo, Robert, haciendo de lo que era, de americano.


Cuando Millar sació la sed, volvió atrás, a la calle en pendiente. Pasó la pierna por la barra de la bicicleta, se sentó en el sillín e intentó pedalear por mitad de la calzada pedregosa, cuesta arriba. No tenía la misma vocación que la cabra para subirse a todas las piedras y cuando se clavó, por quinta vez, el asiento en el culo, resolvió ascender a la cumbre empujando la bici. A la media docena de pasos estaba empapado de sudor. Se quitó la camiseta y la enrolló a modo de turbante para cubrirse la cabeza. Nadie se había asomado para contemplar el ascenso del antropólogo americano; cierto, que tras muchas de las puertas de las casas, no parecía habitar alma alguna. Muchas viviendas estaban cerradas, con una plancha de chapa apoyada desde la mitad de la puerta a la acera, sujetas con una cadena que pasaba por un agujero de la chapa y se aseguraba con un candado en el tirador o en la aldaba de la puerta. Robert sacó de un bolsillo de sus pantalones el cuaderno de campo y anotó aquella peculiaridad, aquello que hacía la gente para protegerse de la lluvia en pleno verano. 
Arrastrando la bicicleta y la mochila sujeta en el transportín, Miller avanzó lentamente, cuesta arriba. Caminaba inclinado, mirando el empedrado, como si fuera un condenado que desfila hasta el cadalso. De golpe, descubrió que la calle, ancha y empinada, finalizaba en un portalón pintado en verde. No tenía salida. Dio la vuelta y para volver a la carretera, se subió en la bicicleta. Soltó los frenos y sosteniéndose sobre  los pedales para no clavarse el sillín en el culo, por el empedrado irregular, tiró calle abajo como una bala. A mitad de camino, en una de las paredes encaladas con la parsimonia suficiente como para dañar los ojos, vio la pintada. No la había visto al subir, para leerla mejor, apretó el freno de la derecha con imprudencia. Robert voló por encima del manillar y se estampó contra el pavimento.


—¡Ayuda! —suplicó Robert.
Llevaba tres horas tirado en mitad de la calzada. Tres horas pidiendo ayuda y nadie acudió. El charco de sangre sobre el que estaba tendido se había espesado, ennegreciéndose. El sol no quemaba tanto. Miller tenía el pecho levantado, al rojo vivo. A veces, tenía un momento de aliento, y giraba la cabeza para leer la pintada. ¿Cómo podían poner esas cosas? Tenía mucha sed, pero no podía mover la mano para alcanzar la cantimplora, caída a su lado.
—¡Ayuda! Help!
Robert intentó arrastrarse hasta la cantimplora, sin conseguirlo.
—¿No vive nadie en el pueblo? —voceó Robert.
En esas, se escuchó como desatrancaban una puerta. Unas casas arriba, se asomó un señor sin afeitar, de unos setenta y tantos. Salió de la casa subiéndose los pantalones que tenía sujetos con un trozo de soga, que le rodeaba el torso a la altura de las tetillas. Vestía una chaqueta marrón roída en los codos. Se volvió para ayudar a salir de la casa a una mujer de treinta y tantos. Ella estaba despeinada, y vestía un vestido por encima de las rodillas que dejaba al descubierto dos agujeros; uno en una media verde, el otro en la roja. La mujer, con delicadeza, pinzaba con el dedo corazón y el pulgar la cadenita dorada de un bolso de lentejuelas. La pareja parecía pasear como si fuera domingo; pero no, era martes.
No les extrañó la estampa del ciclista despatarrado en el suelo, con una pierna para el norte y otra para el sur. El americano giró, cuánto pudo, la cabeza para ver a los recién llegados. Cerró los ojos entre gemidos, lamentándose por su maldita suerte. Intentó hablar con la pareja; pero, el tío de la cuerda se le anticipó. Señaló con un dedo mugriento la pintada.
—¿E leío? —dijo.
El americano parpadeó rápido. No podía moverse, no podía agarrarle por la soga para pedirle ayuda.
—¿Qué dice? —insistió, autoritario como un general, el hombre.
La mujer del bolsito se entretenía haciendo girar la rueda cuarteada de la bicicleta, tirada en mitad de la calle. El destino había atrapado a Robert Miller bajando la cuesta, en una tuerca absurda. No tenía otra salida que esperar con paciencia, intentando no morirse de sed hasta que llegara la ayuda. 
—¡Animal! —dijo el de la cuerda—. ¿Sabe leer? —Y señaló el letrero pintado en la pared encalada.
Miller asintió. Gimió de dolor.
—Nadie puede soñar por ti –leyó Robert, con acento americano, cuando se calmó.
El tipo de la cuerda, muy serio, señaló con el mismo dedo a la mujer.
E Mariangela, mi emana. La pobrecita anda… —Y se atornilló el dedo en la sien derecha.
La mujer colocó su manita bajo el codo del hombre; sostenía el bolsito delante, muy retirado de su cuerpo. La pareja volvió a reanudar su paseo. A la media docena de pasos, el de la cuerda, volvió a subir la cuesta, mientras se hurgaba en la bragueta. Se paró ante el americano y lo salpicó con un chorro caliente, desde la cara hasta la punta de las zapatillas de ciclista. Cuando acabó la última gota, el hombre tiró de las puntas de la cuerda que le rodeaba el tronco para apretar el nudo.
—Así vendrán las mariposas –dijo.
Miller, empapado, sopló con fuerza sobre su pecho enrojecido, mientras intentaba seguir con los ojos, con estupor, al hombre perseguía su su paseo, dándole el brazo a su Mariangela. Robert no estaba seguro de saber por qué no había perdido ayuda. Por el cielo cruzaban pájaros, como de mal agüero. Formaban una «v», más larga de un extremo que de otro.
—Grullas —murmuró el americano, siguiéndolas con la mirada. Parpadeó y cerró con fuerza los ojos; los volvió a abrir y los cerró, de nuevo, asustado por el revoloteo.
—¡Cielos, son mariposas! —dijo alarmado.
Se quedó sin aliento y tosió.
—¡Socorro!




16/01/2016

viernes, 15 de enero de 2016

Los galápagos no son animales de compañía

—¡Te vas a caer! Eso le dijo mi marido —dijo Susana.
—¿Sí? —respondió Evangelina.
—Y… ¡zumba! Matt, con quince meses, se tiró desde la silla. Fue de cabeza al suelo.
—¡Jesús bendito! Tiene dura la cabeza, el tunante. ¿Así se rompió la pierna? —dijo Evangelina.
La mujer se giró, sin dejar de sostener el cubo de la fregona en el aire, miró en en dirección al sofá, donde estaba  sentado el niño con la delgada pierna derecha, rodeada por un armazón Ilizarov, extendida sobre los cojines. 
—¡Este hijo mío! Se nos tiró de cabeza. ¡Todo por llevarle la contraria a su padre!
—¿Así se rompió la pierna? —Evangelina era tenaz, como Matt. No abandonaba una pregunta.
Susana levantó la mirada y calibró, de nuevo, si había hecho bien aceptando como interna a Evangelina; una mujer de pueblo, simple y simpática, pero sin recomendaciones. 
—¿Y qué pasa con el ombú? —dijo Matt.
El niño cerró, de golpe, libro de botánica que tenía abierto sobre sus delgadas piernas y el arnés de metal. Con el impulso, el libro salió disparado y rebotó en el suelo.
—¿El qué? —dijo Evangelina, dejó de pasar el mocho de la fregona por el piso. Se plantó en jarras, delante de Matt. Lo miró con los ojos muy abiertos, como si fuera un monstruo y no un niño aburrido de entretenerse con libros de botánica porque no podía correr por el parque. 
A Matt tenían que llevarlo y traerlo como si fuera una maleta. Desde que se tiró de cabeza al suelo y se rompió el fémur, no podía andar sin ayuda.
—¡No seas pesado, Matt! —rogó Susana.
—Ese crío de usted, ha dicho una palabreja rarísima, doña Susana. 
—¿Ombú? —dijo Matt—. ¿A ti no te enseñaron botánica?
—¿Ha mirado por la ventana, señora? ¿Se ha fijado en ese coche que lleva diez minutos con el motor en marcha?
—¿Sí? —contestó Matt, mientras se deslizaba por el sofá hasta el suelo para acercarse a la ventana. 
El niño colocó las dos manos bajo su pierna y el armazón Ilizarov. Empujó con las manos para desplazarla hasta el borde del sofá. Poco a poco, se quedó con el culo sobre el borde del asiento y la pierna derecha tiesa, acabada en una minúscula bota negra en comparación con la bota de la derecha, de un 36. Se inclinó, tambaleante, recogió el libro del suelo y lo dejó sobre un cojín. 
Matt pensaba que la nueva interna olía a heno; pero, no estaba seguro de saber cómo olía el heno. Pensaba que las mujeres de pueblo conocían todos los árboles y los cereales, pero aquella interna solo sabía hablar de galápagos y lagartos. 
—Tranquilo. Ya voy, Matt. Te ayudaré a levantarte —dijo Susana.
—Señora, su hijo puede solo. No lo agobie.
Matt la miró con la boca abierta. Había descubierto que era capaz de llevarle la contraria a su madre. Creía que las internas solo sabían decir «sí, señora», «no, señora»; pero aquella mujer, rechoncha y bajita, que se definía a sí misma como una «albóndiga con patas», no se achantaba. Soltaba lo que pensaba por esa esa boca tan suya, cruzada —de arriba a abajo— por una cicatriz. Fue cosa de un maldito alambre, le había explicado al niño.
—No, a mí no me enseñaron botánica, Matt —dijo Evangelina—. Mi madre me enseñó a pedir. Señora, a ese hijo suyo, ¿quién le enseña esas cosas? ¿Sabe? Me dijo ayer que hay una planta que se llama maria. ¡Cómo mi madre! Y que se fuma.
—¡Corre, mamá…! ¡Me voy a caer! —Matt, en un desesperado intento de que su madre olvidase que la interna le había confesado que le daba lecciones sobre plantas psicotrópicas y otra vainas, se  dejó caer de culo al suelo con las piernas tiesas como dos maderas muertas.
—El ombú o bellasombra es un planta que trajo Hernando Colón —explicó Matt, mientras consentía que su madre lo rodease con los brazos y tirara de él para levantarlo.
—¿El qué conquistó América? ¿Con qué trapo me dijo usted que tenía secar los cristales, señora? —Evangelina mostró una balleta amarilla en una mano y un trapo azul en la otra—. ¿Y esa planta se come? A mí, mi madre, me enseñó a pedir, Matt. En mi pueblo no hay árboles raros. Tenemos la higuera, el limonero, el chaparro… ¿Cómo dice, señora? ¿Con éste? —Evangelina manoteó en el aire, sacudiendo el trapo azul.
—Mamá, ¿crees que vendrá pronto papá? Me prometió que si sacaba sobresaliente en matemáticas, me llevaría a ver el ombú. —Miró a la interna—. No, ese no fue. Él que conquistó America fue el otro, su padre.
Evangelina frotó con energía los cristales de la ventana del comedor que daba a la calle. Llevaba un buen rato rumiando entre dientes sobre el derroche de gasolina del coche que esta aparcado en doble fila, en la calle. En esa ciudad tiraban mucho dinero en caprichos. Bastaba ver las cosas del niño: su cuarto lleno de libros, su ordenador, su tablet y su play. Le había contado, mientras le hacía la cama, que en las zonas desérticas de México crecía una una planta que se llama peyote y que hacía bailar a los indigenas, varios días.
—Tu padre tiene mucho lío en el bufete —contestó Susana, sin mirar a su hijo y le dio la espalda. 
Eran muchos años de desencuentros para que Matt creyera a su madre, en lo tocante a su padre; pero seguía desilusionándole que el hombre al que retó, cuando tenía tres años, tirándose de cabeza al suelo desde una silla, inventase un trabajo que no tenía para no pasear por el parque a un armazón Ilizarov. El hombre que lo llevó al hospital, que rezó por el camino para que su hijo no tuviera conmoción cerebral, no asimilaba que aquella pierna fuera un trozo de madera podrida. No crecía porque era cómo una planta sin sabia. Para Enrique, el niño de la cabeza dura como pedernal y una pierna de cristal, era un objeto que ni estaba, ni se lo esperaba.
—Llamaré al abuelo para que te lleve al parque, Matt.
—¿Por qué no le compra un canario o un perro, señora? —terció en la conversación Evangelina, mientras abría la hoja izquierda de la ventana para limpiar los cristales por fuera.
—No me gustan los perros —protestó Matt. Se levantó penosamente del sofá y se desplazó en dirección a la ventana, sujetándose en los muebles que le salieron al paso.
—¡No es sano, señora! No es sano que Matt no tenga amigos. Este niño solo habla conmigo y con su maceta, señora.
—La maceta es un bonsai que tiene 250 años, tonta. 
—¡Matt! No puedes llamar tonta a la gente.
—No se preocupe, señora. Este niño lo que necesita es un perro que le ladre o un galápago que se arrastre por los rincones, así dejara de hablar con las macetas. ¡Qué tranquilo, el tío del coche! Veinte minutos lleva con el motor en marcha. Guardias de tráfico es lo que falta en este país… ¡Qué pongan más multas!
Evangelina pensaba que Susana era muy mala madre; le faltaba darle a su hijo, de vez en cuando, ocasión para que cogiera un berrinche. Unas rabietas que lo curtieran en el arte del desengaño y que le hicieran crecer un carpazón como a los galápagos.
—¡Un galápago, no! —chilló Matt—. ¡No son animales de compañía!
—No hay que cuidarlos. Cuando acuerdas desaparecen y, al cabo de unos meses, reaparecen, dándote un alegrón.
—¡No! —contestó Matt, colorado y congestionado como un salmonete.
Evangelina miró al niño. Su madre se acercó, solicita, con un vaso de agua, pendiente de la perra de Matt. La interna, al cerrar la ventana, echó otro vistazo al coche con el motor encendido y pensó que la cosa iba sobre ruedas, que ella estaba siendo como agua bendita en aquella casa. Tres semanas llevaba limpiando y era la primera vez que asistía al milagro: ese niño era cómo otro cualquiera, a pesar de los hierros y los tornillos que tenía en la pierna derecha. La señora no estaba muy satisfecha con sus guisos. Se quejaba, le decía que más que limpiarlos, empañaba los cristales; pero como decía la señora, Evangelina no tenía sentimientos. Si hacía falta algo en aquella casa, era alguien sin sentimientos. Una persona que tuviera el valor de darle vueltas a las tuercas de los tornillos del armazón Ilizarov sin miramientos. Se trataba de avanzar por encima del llanto de Matt para ir, milímetro a milímetro, alargando la pierna derecha del niño. Evangelina, obediente a la orden de Enrique, el padre de Matt, cogía la llave, rodeaba la tuerca del tornillo en ella y le daba la vuelta, como si no tuviera entrañas. Como si Matt no chillase que lo estaban matando; como si Susana no enterrase la cabeza en la almohada, con los dientes apretados, intentando que los gritos de su hijo no le desgarraran las entrañas. 
El hambre hizo eso, que el galápago —que era un animal de compañía—, a falta de otra cosa, acabase en el puchero. ¡Si le contara a Matt que los galápagos se meten vivos en la olla! Una mujer pierde los higadillos cuando ve bracear, desesperado, a su galápago dentro del cazo. ¡Y un hombre también! Si no fuera por el galápago, que justamente, cuando su madre no pudo ir a enjalbegar la casa de arriba, porque estaba doblada en la cama con un inoportuno ataque de lumbago, asomó después de seis meses desaparecido bajo tierra, no hubieran comido. ¡Oportuno, fue el maldito! Como si Dios lo hubiera mandado cuando no había con qué hacer el caldo.
—¡Se comen las plantas! ¡Las tortugas se comen los bonsáis! —se quejó Matt. De un manotazo tiró el vaso de agua que le acercó su madre; intentó avanzar, pasito a pasito, arrastrando su pierna mala, hasta el aparato de vídeo.
—Hacen lo que pueden, cómo todos —murmura Evangelina. Recogió el mocho y el cubo de la fregona y avanzó hacía la cocina. 
De pronto escucharon el tiroteo. Matt dejó caer la caja de los vídeos. Evangelina soltó, entre maldiciones el cubo y corrió hasta la ventana que acaba de limpiar. Era verdad, los cristales estaban empañados. Susana sentada, blanca como un papel, se retorcía las manos. Desde que Matt se tiró de cabeza al suelo, apenas hacía otra cosa que retorcerse las manos y morderse los labios. Ya no se pintaba las canas, pese al disgusto de su marido. Enrique aparcaba allí, por las noches, como si su cama fuera un garaje. Ni la deseaba. La culpbaa por no haber sujetado al niño a tiempo para que no se tirara de la silla. Ella estaba en la otra punta del comedor, planchando las camisas de Enrique. Su padre, en otra silla, al lado de Matt, que pegaba saltos, en pie, sobre la otra silla. Entre Matt y su madre, se interponían la tabla de planchar, la mesa, un sofá y un ficus. Entre Enrique y su hijo, solo 30 centímetros.
—¡Te vas a caer! —dijo Enrique.
Susana sabía que la culpa era suya. Tenía que haber volado por encima de la tabla de la plancha, el ficus, el sofá y la mesa, y llegar a tiempo para sujetar a Matt, antes que su pierna crujiera como si se estuviera cascando un huevo contra el borde de un plato. De pronto observó que Matt caía a plomo sobre los vídeos, como si se tirara, otra vez, de cabeza.
Evangelina miró el cristal de la ventana, mientras oía el alboroto de la gente que gritaba, alertada por el tiroteo. Escucharon derrapar a varios coches. Era extraño, lo empañado que estaba el cristal. Cierto que necesitaba gafas, pero aún no había ahorrado para pagarlas. Calculaba que en tres meses habría juntado lo necesario, privándose de cosas, sí. Solo tenía que dejar de ir al cine, no volver a comprar pipas y pipas cuando se sentaba en el parque con Matt; y no cambiar novelas viejas de Corín Tellado en el kiosco de la esquina. Era cuestión de hacer economías, nada de hacer tripas el corazón y comerse otro galápago.
—Tiene usted razón, señora. ¡Tengo que ser más cuidadosa con los cristales! —dijo Evangelina. 
Era un empañado extraño, parecía una tela de araña lo que cubría una hoja de la ventana. El otro cristal estaba limpio, a través de él se podía ver como el coche, aparcado en segunda fila, aceleraba. El automóvil se paró delante del banco, se abrió la puerta y salió un tipo con un pasamontañas, con las manos ensangrentadas, que era perseguido por un guardia de seguridad. El vigilante disparó contra el coche. La gente corrió, desesperada, en todas direcciones, intentando alejarse de la puerta del banco. Como en las películas, algunas personas intentaron refugiarse tras los coches aparcados en la calle.
—¡Matt! —chilló Susana.
Evangelina metió un dedo en el agujero del cristal empañado y éste se desmoronó en mil pedacitos. Se dio la vuelta, al escuchar los sollozos de Susana. Matt estaba en el suelo, rodeado de los vídeos y de un charco de sangre. Su madre lo abrazaba con desesperación y lo llamaba con todas sus fuerzas. Se volvió en dirección a la ventana,  el viento de la calle penetraba por el cristal roto, agitándole los cabellos. Escuchó, al final de la calle, el sonido de varias sirenas. El coche blanco arrancó y aceleró, mientras hacía una ese para esquivar una moto tirada en mitad de la calzada. 
—¡Matt! ¡Matt! ¡Matt! —gimió Susana, desde el suelo, apretando al niño contra su pecho. 
Evangelina dio varios pasos atrás, torpemente. Intentó pensar qué hacer. Al ver el teléfono, intentó alcanzarlo, pasando por encima del charco de sangre y de Susana, desmadejada en el suelo, entre llantos, con el niño en brazos. Lo apretaba como si quisiera fundirlo contra su cuerpo. Cómo si deseara volver a meterlo en su útero, donde estuvo seguro durante nueve meses. Evangelina, en su desesperación por llegar hasta la mesita dónde estaba el teléfono, intentó saltar sobre la madre y el hijo, pero se enredó en el armazón Ilizarov y cayó, cuán larga era, sobre la alfombra empapada de sangre. 


Siente que se le rompe un diente y, desde su posición, ve los ojos de niño. Extrañamente, tiene la misma mirada de resignación que su galápago. La misma que le lanzó, un instante antes de dejar bracear en el agua hirviendo, justo cuando daba la última boqueada.

(c) MD Rubio de Medina


miércoles, 6 de enero de 2016

Piratas de papel


Hace tiempo —quizá en otra vida o en otros sueños— leí en un periódico que, a García Márquez, en no sé qué ciudad de Latinoamérica, le ofrecieron una copia pirata de uno de sus libros, hecha de fotocopias. Este tipo de libros formados por fotocopias no han existido en mi entorno, fuera del ámbito universitario (todos los que hemos pasado por la Universidad o los que hemos preparado oposiciones, nos hemos topado, de alguna manera, con fotocopias de libro). 
   Piratear en papel una novela y formar con las fotocopias un libro para venderlo en un kiosco o en un semáforo, requiere algo más que disponer de un ordenador y un acceso a internet, como ocurre con la piratería digital. Mi única aventura en Amazon, donde colgué para un concurso mi novela «Caminos de Córdoba», me llenó de estupor por la rapidez con la que el producto quedó liberalizado en la red. Al día siguiente de ser colgado, el libro estaba suelto en las redes, al alcance de cualquiera. Aunque contaba con ello, no esperaba que fuera una piratería tan inmediata, por ser una autora desconocida en el panorama literario; pero de la piratería digital ya me ocupé en las páginas 187 a 195 del libro «Nueva carta sobre el comercio de libros», de la Editorial Playa de Ákaba, 2014. 
    El objetivo de esta entrada es realizar algunas observaciones sobre la piratería de libros en papel, partiendo del hecho de que, por azares del destino —que da muchas vueltas, como decía Tránsito Soto, la prostituta de la novela "La casa de los espíritus" de Isabel Allende—, ha llegado a mis manos un libro pirata en papel, la novela «Contarlo todo» de Jeremías Gamboa.
     ¿Cómo es posible que en ciertos países hagan negocio los impresores piratas que ya fueron denunciados por Denis Diderot —el director de la Enciclopedia Francesa— en 1763 en su «Carta sobre el comercio de libros», si tenemos en cuenta el enorme trabajo que supone imitar un libro, al ser una actividad que requiere costosas herramientas y mucha mano de obra? ¿Cómo es posible que existan, si se dice que hay que desconfiar de esos libros porque «les faltan páginas»? ¿Por qué se asume que no son libros de verdad, sino que se crean para consumirlos de forma rápida, por lo que los venden en las playas? ¿Por qué no parecen estar destinados a permanecer bajo la propiedad del comprador, que les concede la misma categoría que a los best-sellers que adquiere en ediciones de bolsillo en los aeropuertos o para hacer tiempo en los hoteles, y que luego abandona, hasta el punto que tanto abandono acaba formando auténticas bibliotecas en dichos hoteles? 
    La explicación no se encuentra en la gratuidad, como ocurre en la piratería digital, sino en los factores económicos que hacen que en los países dónde existe este negocio, el acceso a la cultura sea excesivamente caro. Para ello nada mejor que realizar un ejemplo con la novela «Contarlo todo»:
     A) El libro original fue publicado por la editorial Random House, tiene 512 páginas y en el aeropuerto de Lima costaba 99 Nuevos Soles —unos 26,67 euros—. Ese mismo libro, en Amazon, en tapa blanda, tiene un precio de 21,76 euros. 
    B) El libro pirata, tiene 304 páginas, letra pequeña y márgenes muy apurados. No tiene ninguna hoja en blanco, sino que todas sus páginas —anverso y reverso— están ocupadas por texto. Algunas páginas tienen zonas con tinta más borrosa. Es un libro con encuadernación rústica fresada (encolando la tripa) con un precio de 12 nuevos soles; es decir, unos 3,23 euros.



    Cuando comprobamos que en Perú, la «Remuneración Mínima» —equivalente al «Salario Mínimo Interprofesional» en España— del sector privado en los años 2014-2015 era de 750 Nuevos Soles (unos 201,04 euros), observamos que el libro original equivale a 1/7 parte de la renta mínima. Por esa diferencia exagerada en relación con la renta, es compresible que las copias de libros pirata en papel hayan generado un floreciente negocio en países donde el acceso a la cultura —por la suma de los impuestos, costes de producción y cálculos de futuros beneficios— es demasiado costosa para la gente corriente. Por otro lado, la diferencia de páginas (208) da, también, que pensar sobre los esfuerzos de las propias editoriales para poner en el mercado un producto lo más barato posible, puesto que sin llegar al ejemplo puesto más abajo —de apurar los márgenes de las páginas— podrían hacer libros con menor número de páginas para tratar de reducir su precio en el mercado.




    En conclusión, es preciso un esfuerzo conjunto de las Administraciones que gestionan la cultura y de las empresas editoras para, como decía Diderot en su «Carta para el comercio de libros», evitar que el comercio deshonesto y la competencia desleal arruinen a la empresa más bella: la edición legal de libros en papel, tratando de favorecer el acceso a la cultura en proporción al salario real del consumidor medio.

MD Rubio de Medina
Sevilla, 6 de enero de 2016