miércoles, 26 de octubre de 2016

Amadeadas


En sus últimos años, mi padre, Pablo Manuel Rubio Ramos, se ocupó afanosamente en recopilar sus recuerdos en relatos dispersos que fue numerando hasta el 100. Los estaba armando en una especie de Vademécum del pasado, con pinceladas del presente, que tituló con el nombre «Relatos Intrascendentes». Esos relatos se quedaron en una carpeta, en un cajón, por no haberle alcanzado la vida para verlos publicados, entre ellos el número 46, titulado «UNA ODISEA MENOR», en el que narra las aventuras viajeras disfrutadas y «padecidas» a la vera de su maestro, Don Amadeo Romero, de Cortegana (Huelva).

Por esos cruces inexplicables de la vida, que enreda las historias de unos con los hilos de las de otros; descubrí que el hombre que dejó un legado de rareza y de recuerdos inmarchitables en mi familia, también había atrapado en su tela a Hipólito G. Navarro. Un  escritor de cuentos que empecé a admirar cuando leí su mítico libro titulado «Los últimos percances», sin sospechar que, años después, la excusa de Don Amadeo, sería el ardid que despertaría su interés en saber quién era y cómo conocía a ese maestro, puesto que no me ubicaba —por mi edad— en ninguna temporalidad de la historia. Lógico, al no haber sido alumna suya, sino la hija de un alumno, con el que llegó, durante breves meses, a compartir un despacho jurídico en Hinojosa del Duque.

El interés de Poli en leer cosas de Don Amadeo —por cierto, tenía su misma fijación en contar cosas sobre La Peña de Arias Montano—, es lo que me ha motivado a juntar dos «Amadeadas» y publicarlas en este blog. 

Así que sin más añadidos, pasamos a disfrutar de un relato de mi padre (inédito, y que es el número 46 de sus «Relatos Intranscedentes»), y de uno mío, titulado «Últimas tertulias con Don Amadeo», que fue publicado en Revista Alas (Revista de la Asociación Literaria de Alanís y Sierra Norte) núm. 12 - enero de 2013. Págs. 21 y ss.






UNA ODISEA MENOR
por PABLO MANUEL RUBIO RAMOS

Hice muchas veces el recorrido entre Hinojosa y la «Fonda del Serrano» de Olegario, en Salamanca en la antigua Plaza de Enésimo Redondo, núm. 2. La familia procedía de un pueblecito castellano llamado Sepulcro de Don Hilario que se estableció en la capital y daba un excelente servicio de comidas y simpatía. Allí me hospedaba cuando iba a examinarme, por libre, a la ciudad de que guardo mejor recuerdo, tanto que, en momentos de verdadero agobio, una visita a las doradas piedras de la Universidad y de las catedrales me devuelven tranquilidad y sosiego.
Mis viajes en junio me deparaban la sorpresa que habiendo salido hacia Cabeza del Buey en el autocar de Plá, para tomar el tren hacía Mérida y de aquí por Plasencia Empalme hasta Salamanca, con el calor asfixiante del verano, al llegar al amanecer al Puerto de Béjar, aparecía la nieve con toda su blancura esplendorosa que obligaba a buscar ropa de abrigo en la pesada maleta de madera. En la ciudad del Lazarillo, me reunía con mi maestro y amigo D. Amadeo Romero, de quién no me cansaré de ensalzar sus virtudes, que decidió terminar sus estudios de Derecho, iniciados cuando joven, quien llegaba procedente de su pueblo Cortegana donde estaba de vacaciones. Llegaba siempre tarde y aunque justificaba su tardanza, siempre opiné que lo hacía a propósito cuando tenía mal preparado el temario.
Recuerdo nombre insignes de aquella Universidad, regida por Tovar, como los Beltrán de Heredia, Antón Oneca, Ramírez de Arellano, Tierno Galván antes de ser defenestrado de la Cátedra y los «Víctores al Caudillo» con almagre en las paredes de la Catedral Nueva. ¡Qué tiempo! Las pastelerías y la amabilidad de las dependientas, despidiendo a los clientes con un «adiós, adiós» cuando salían, reiteración que en ningún otro lugar encontré. El tostón de «El Candil» —vuelvo siempre que puedo— a recrearme en los sabores de sus apetecibles platos típicos como la morcilla con piñones, las setas de cardo, a la plancha y el insuperable tostón asado que me subían el ánimo para soportar las carencias de aquellos tiempos y las decisiones de severos catedráticos, no siempre favorables.
En un septiembre, esperé en vano la llegada de mi compañero Don Amadeo y terminados mis exámenes, decidí hacer parada y fonda para conocer Cáceres. Cuando esperaba en la estación a que saliera mi tren, apareció mi viejo amigo y maestro cargado de excusas; le comunique la inutilidad de su viaje porque las convocatorias habían finalizado y mi proyecto de visitar la ciudad extremeña, que le interesó. Dejando la maleta salió a comprar comida a una tienda próxima, porque yo dispuesto a soportar el hambre de aquel día, no me había proveído de avituallamiento. Volvió con dos latas de palometa en aceite y dos chuscos de pan; además, traía en una mano una especie de cajón o jaulón de grandes proporciones (metro ochenta por cincuenta), forrado con papel de estraza. Me explicó con pelos y señales —su verbosidad, para muchos charlatanería, era prodigiosa— que el contenido del voluminoso armatoste eran racimos de uvas colgados en los listones de la tapa superior, provista de asa para que no se despanzurraran. Mi sorpresa y alegría no tuvieron límites.
Tomamos el tren, al anochecer, lleno de gitanos como siempre por las fechas, que se desplazaban a las ferias de los pueblos. Después de una madrugada dando trompicones con los cambios y composiciones de trenes en Plasencia Empalme para que cada vagón siguiera su ruta a Madrid, Mérida o Lisboa, llegamos a Cáceres, a la salida del sol. Nos aseamos en una fuente pública y con nuestra jaula en la mano, recorrimos la ciudad monumental durante la mañana. Repuestas las fuerzas con el bocata de palometa y las sabrosas uvas; intentamos continuar el viaje, sin encontrar otro medio de locomoción que un mercancías que tardó toda la tarde en recorrer la distancia Cáceres-Mérida, para que prosiguiéramos en el Badajoz-Madrid que nos llevaría a Cabeza del Buey.
En Mérida, nueva sorpresa. Mi colega había dejado su voluminoso bagaje, que siempre le acompañaba cuando volvía de Cortegana a Hinojosa, donde no faltaban tarros de miel de la propia cosecha de colmenas que tenía a medias con el párroco de su pueblo, y otros productos de matanza tan acreditada en la zona: morcones, chorizos, morcillas, aún lomo en caña, que después degustábamos mientras estudiábamos a Castán Tobeñas. Digo, había dejado los cachivaches en casa de un pariente, Recaudador de Contribuciones, y como era la Feria de la ciudad, no lo encontrábamos por ningún lado, que finalmente localizamos en el Casino de Sociedad, contribuyendo al festejo a la salida de los toros. Los feriantes ocupaban la Fonda de la Estación, única posibilidad de dormir en un mal camastro. La segunda de las más incómodas noches, la pasamos dando cabezadas en una desvencijada silla de listones de madera en la cantina-bar de un feriante. 
Por la mañana, subimos a la «guagua», como dicen los canarios o la «viajera» como la llaman los extremeños que, por desgracia, se averió antes de llegar a Belalcázar, donde paró después de reparada, a dejar el correo, rato que aprovechamos para tomar un café y reponer fuerzas. Cómo quiera que mí profesor era un tanto caprichoso, decidió que fuéramos a tomarlo a un bar diferente del de la parada porque lo servían express y no de puchero. Cuando volvimos, otra sorpresa: la camioneta se había marchado. La solución, buscar un taxi que nos llevara a casa, magullados y somnolientos.
Habíamos realizado uno más de los azarosos viajes que hicimos juntos, en los que no faltaron acontecimientos curiosos que llenarían muchas más páginas. Sólo uno más como muestra: utilizaba unas cajas de lata de galletas María, cuadradas, con esquinas y aristas cortantes como navajas que llenaba de pesadas cosas y ataba con una tramilla que le servía de asa. En cierto viaje a Sevilla, una de aquellas latas se cayó con los «traquetíos» del tren Carretas y dio en la cabeza a un italiano, con el que tratábamos de entendernos, sentado frente a nosotros. El hombre, lloroso, con expresión sincera, repetía, enseñando la brecha de la cabeza: «Me ha fermato la testa». Tuve que salir al pasillo para dar salida a la mal intencionada risa; mientras él, con paciencia, abría la lata y sacaba el algodón hidrófilo y el bote de alcohol para reparar el desaguisado. 
En otro viaje, trasladó de Hinojosa a Cortegana un enjambre de abejas en una caja de cartón, con tan buena suerte que no se rompió la caja en el azaroso viaje, como le habíamos pronosticado los amigos, con el deseo de que así ocurriera.
La juventud y el buen ánimo me permitían soportar incomodidades que hoy recuerdo con nostalgia porque son irrepetibles. Es más cómodo un sillón frailuno que un tren de asientos de listones de madera.

HINOJOSA DEL DUQUE/ SEVILLA, 2004-2007

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