LA PINTADA
© María Dolores Rubio de Medina
Robert Miller sabía que pocas tribus quedan por descubrir: el mundo estaba demasiado visto. Su sueño era descubrir una pequeñez. Encontrar algo pintoresco como un pueblo, para redescubrirlo en un libro. Algo así hizo Pitt-Rivers en su libro The people of the Sierra. A Robert, como antropólogo, no se le había perdido nada por ese camino. No había fijado ninguna ruta, simplemente pedaleaba en bicicleta, con el sol cayendo a plomo sobre sus hombros, por las carreteras comarcales de Badajoz, en dirección a la provincia de Córdoba, buscando «su pueblo»; cuando un lugar se anuncio en un cártel: «Puerto Hurraco».
Miller se paró a un lado de la carretera. Tenía excusa, tres kilómetros atrás se había bebido el último sorbo de la cantimplora. A su derecha —donde empezaba un pueblo desierto y silencioso— se abría una calle con una larga y angustiosa pendiente cuesta arriba.
Una anciana bajó la pendiente hasta la carretera. Vestía de negro, llevaba un paraguas cerrado en una mano y con la otra, tiraba con fuerza del cabestro de una cabra. El animal se empeñó en escalar y poner las cuatro patas juntas en la cima de todas las piedras que salteaban la cuneta.
—Buenas tardes, señora —dijo Robert.
—¿Qué? —La cabrera se colocó el paraguas bajo el brazo y se llevó la mano detrás de la oreja, haciendo cuenco.
La cabra tiró con todas sus fuerzas de la cuerda, casi arrastró a la anciana, estaba empeñada en escalar una enorme roca de pizarra.
—Buenas —repitió Robert, más fuerte—. ¿Dónde hay una fuente?
—¿Cómo? —dijo la anciana—. Habla mu raro, forastero.
—¡Agua! —chilló Miller, mientras volvía la boca de la cantimplora hacia abajo y la agitaba, una y otra vez, para que la mujer viera que no tenía ni gota.
—¿Francés? —dijo la cabrera.
—Americano, señora —dijo Robert, rojo por el esfuerzo de tener que dar voces con la boca seca —. ¿Dónde hay agua?
La mujer dio un tremendo tirón de la cuerda y la cabra que había escalado media roca, tuvo que bajar a la cuneta. Ella abrió pausadamente el paraguas y cobijada bajo su sombra, miró al forastero.
Millar levantó la cantimplora al cielo y simuló beber.
—Tire p’alante, muchacho —dijo la mujer.
—¿Allí hay agua? —respondió Robert, mientras señalaba un punto indeterminado al frente y salía de la carretera para recuperar la bicicleta, apoyada sobre el tronco de una encina.
—Tooo recto, no tiene perdía, chaval.
El caño dejaba caer un chorrito miserable. Ante el pilón, un hombre armado con media docena de botellas vacías, de cinco litros, hacía tiempo hurgándose los dientes con una ramita, mientras llenaba los bidones. Miller hurgó en la mochila que tenía atada a la bicicleta buscando algo de comer, mientras esperaba su turno. Sacó un paquete de galletas y se sentó bajo la sombra de unas retamas. Se quedó dormido. Cuando llenó el último garrafón, el hombre metió las botellas llenas en la parte trasera de una furgoneta blanca, se acercó a Robert y le dio con el pie en una pierna para despertarlo.
—Listo, muchacho —dijo.
—¿How? —dijo Robert. Intentó abrir los ojos.
El hombre lo miró con los ojos muy abiertos, se palmeó el costado del pantalón con la mano derecha como para limpiarla. La abrió con todos los dedos extendidos y la empinó sobre la boca apuntando dentro de ella con el dedo gordo, como si estuviera bebiendo de un porrón.
—La fuente —el hombre señaló el caño libre—. ¡Suya! —Le toqueteó con el dedo en el pecho—. De usted.
Robert reaccionó buscando su cantimplora. Se acercó, apresurado, al caño de hierro.
—Queé con Dio —dijo el desconocido.
—Bye — dijo, Robert, haciendo de lo que era, de americano.
Cuando Millar sació la sed, volvió atrás, a la calle en pendiente. Pasó la pierna por la barra de la bicicleta, se sentó en el sillín e intentó pedalear por mitad de la calzada pedregosa, cuesta arriba. No tenía la misma vocación que la cabra para subirse a todas las piedras y cuando se clavó, por quinta vez, el asiento en el culo, resolvió ascender a la cumbre empujando la bici. A la media docena de pasos estaba empapado de sudor. Se quitó la camiseta y la enrolló a modo de turbante para cubrirse la cabeza. Nadie se había asomado para contemplar el ascenso del antropólogo americano; cierto, que tras muchas de las puertas de las casas, no parecía habitar alma alguna. Muchas viviendas estaban cerradas, con una plancha de chapa apoyada desde la mitad de la puerta a la acera, sujetas con una cadena que pasaba por un agujero de la chapa y se aseguraba con un candado en el tirador o en la aldaba de la puerta. Robert sacó de un bolsillo de sus pantalones el cuaderno de campo y anotó aquella peculiaridad, aquello que hacía la gente para protegerse de la lluvia en pleno verano.
Arrastrando la bicicleta y la mochila sujeta en el transportín, Miller avanzó lentamente, cuesta arriba. Caminaba inclinado, mirando el empedrado, como si fuera un condenado que desfila hasta el cadalso. De golpe, descubrió que la calle, ancha y empinada, finalizaba en un portalón pintado en verde. No tenía salida. Dio la vuelta y para volver a la carretera, se subió en la bicicleta. Soltó los frenos y sosteniéndose sobre los pedales para no clavarse el sillín en el culo, por el empedrado irregular, tiró calle abajo como una bala. A mitad de camino, en una de las paredes encaladas con la parsimonia suficiente como para dañar los ojos, vio la pintada. No la había visto al subir, para leerla mejor, apretó el freno de la derecha con imprudencia. Robert voló por encima del manillar y se estampó contra el pavimento.
—¡Ayuda! —suplicó Robert.
Llevaba tres horas tirado en mitad de la calzada. Tres horas pidiendo ayuda y nadie acudió. El charco de sangre sobre el que estaba tendido se había espesado, ennegreciéndose. El sol no quemaba tanto. Miller tenía el pecho levantado, al rojo vivo. A veces, tenía un momento de aliento, y giraba la cabeza para leer la pintada. ¿Cómo podían poner esas cosas? Tenía mucha sed, pero no podía mover la mano para alcanzar la cantimplora, caída a su lado.
—¡Ayuda! Help!
Robert intentó arrastrarse hasta la cantimplora, sin conseguirlo.
—¿No vive nadie en el pueblo? —voceó Robert.
En esas, se escuchó como desatrancaban una puerta. Unas casas arriba, se asomó un señor sin afeitar, de unos setenta y tantos. Salió de la casa subiéndose los pantalones que tenía sujetos con un trozo de soga, que le rodeaba el torso a la altura de las tetillas. Vestía una chaqueta marrón roída en los codos. Se volvió para ayudar a salir de la casa a una mujer de treinta y tantos. Ella estaba despeinada, y vestía un vestido por encima de las rodillas que dejaba al descubierto dos agujeros; uno en una media verde, el otro en la roja. La mujer, con delicadeza, pinzaba con el dedo corazón y el pulgar la cadenita dorada de un bolso de lentejuelas. La pareja parecía pasear como si fuera domingo; pero no, era martes.
No les extrañó la estampa del ciclista despatarrado en el suelo, con una pierna para el norte y otra para el sur. El americano giró, cuánto pudo, la cabeza para ver a los recién llegados. Cerró los ojos entre gemidos, lamentándose por su maldita suerte. Intentó hablar con la pareja; pero, el tío de la cuerda se le anticipó. Señaló con un dedo mugriento la pintada.
—¿E leío? —dijo.
El americano parpadeó rápido. No podía moverse, no podía agarrarle por la soga para pedirle ayuda.
—¿Qué dice? —insistió, autoritario como un general, el hombre.
La mujer del bolsito se entretenía haciendo girar la rueda cuarteada de la bicicleta, tirada en mitad de la calle. El destino había atrapado a Robert Miller bajando la cuesta, en una tuerca absurda. No tenía otra salida que esperar con paciencia, intentando no morirse de sed hasta que llegara la ayuda.
—¡Animal! —dijo el de la cuerda—. ¿Sabe leer? —Y señaló el letrero pintado en la pared encalada.
Miller asintió. Gimió de dolor.
—Nadie puede soñar por ti –leyó Robert, con acento americano, cuando se calmó.
El tipo de la cuerda, muy serio, señaló con el mismo dedo a la mujer.
—E Mariangela, mi emana. La pobrecita anda… —Y se atornilló el dedo en la sien derecha.
La mujer colocó su manita bajo el codo del hombre; sostenía el bolsito delante, muy retirado de su cuerpo. La pareja volvió a reanudar su paseo. A la media docena de pasos, el de la cuerda, volvió a subir la cuesta, mientras se hurgaba en la bragueta. Se paró ante el americano y lo salpicó con un chorro caliente, desde la cara hasta la punta de las zapatillas de ciclista. Cuando acabó la última gota, el hombre tiró de las puntas de la cuerda que le rodeaba el tronco para apretar el nudo.
—Así vendrán las mariposas –dijo.
Miller, empapado, sopló con fuerza sobre su pecho enrojecido, mientras intentaba seguir con los ojos, con estupor, al hombre perseguía su su paseo, dándole el brazo a su Mariangela. Robert no estaba seguro de saber por qué no había perdido ayuda. Por el cielo cruzaban pájaros, como de mal agüero. Formaban una «v», más larga de un extremo que de otro.
—Grullas —murmuró el americano, siguiéndolas con la mirada. Parpadeó y cerró con fuerza los ojos; los volvió a abrir y los cerró, de nuevo, asustado por el revoloteo.
—¡Cielos, son mariposas! —dijo alarmado.
Se quedó sin aliento y tosió.
—¡Socorro!
16/01/2016
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