—¡Te vas a caer! Eso le dijo mi marido —dijo Susana.
—¿Sí? —respondió Evangelina.
—Y… ¡zumba! Matt, con quince meses, se tiró desde la silla. Fue de cabeza al suelo.
—¡Jesús bendito! Tiene dura la cabeza, el tunante. ¿Así se rompió la pierna? —dijo Evangelina.
La mujer se giró, sin dejar de sostener el cubo de la fregona en el aire, miró en en dirección al sofá, donde estaba sentado el niño con la delgada pierna derecha, rodeada por un armazón Ilizarov, extendida sobre los cojines.
—¡Este hijo mío! Se nos tiró de cabeza. ¡Todo por llevarle la contraria a su padre!
—¿Así se rompió la pierna? —Evangelina era tenaz, como Matt. No abandonaba una pregunta.
Susana levantó la mirada y calibró, de nuevo, si había hecho bien aceptando como interna a Evangelina; una mujer de pueblo, simple y simpática, pero sin recomendaciones.
—¿Y qué pasa con el ombú? —dijo Matt.
El niño cerró, de golpe, libro de botánica que tenía abierto sobre sus delgadas piernas y el arnés de metal. Con el impulso, el libro salió disparado y rebotó en el suelo.
—¿El qué? —dijo Evangelina, dejó de pasar el mocho de la fregona por el piso. Se plantó en jarras, delante de Matt. Lo miró con los ojos muy abiertos, como si fuera un monstruo y no un niño aburrido de entretenerse con libros de botánica porque no podía correr por el parque.
A Matt tenían que llevarlo y traerlo como si fuera una maleta. Desde que se tiró de cabeza al suelo y se rompió el fémur, no podía andar sin ayuda.
—¡No seas pesado, Matt! —rogó Susana.
—Ese crío de usted, ha dicho una palabreja rarísima, doña Susana.
—¿Ombú? —dijo Matt—. ¿A ti no te enseñaron botánica?
—¿Ha mirado por la ventana, señora? ¿Se ha fijado en ese coche que lleva diez minutos con el motor en marcha?
—¿Sí? —contestó Matt, mientras se deslizaba por el sofá hasta el suelo para acercarse a la ventana.
El niño colocó las dos manos bajo su pierna y el armazón Ilizarov. Empujó con las manos para desplazarla hasta el borde del sofá. Poco a poco, se quedó con el culo sobre el borde del asiento y la pierna derecha tiesa, acabada en una minúscula bota negra en comparación con la bota de la derecha, de un 36. Se inclinó, tambaleante, recogió el libro del suelo y lo dejó sobre un cojín.
Matt pensaba que la nueva interna olía a heno; pero, no estaba seguro de saber cómo olía el heno. Pensaba que las mujeres de pueblo conocían todos los árboles y los cereales, pero aquella interna solo sabía hablar de galápagos y lagartos.
—Tranquilo. Ya voy, Matt. Te ayudaré a levantarte —dijo Susana.
—Señora, su hijo puede solo. No lo agobie.
Matt la miró con la boca abierta. Había descubierto que era capaz de llevarle la contraria a su madre. Creía que las internas solo sabían decir «sí, señora», «no, señora»; pero aquella mujer, rechoncha y bajita, que se definía a sí misma como una «albóndiga con patas», no se achantaba. Soltaba lo que pensaba por esa esa boca tan suya, cruzada —de arriba a abajo— por una cicatriz. Fue cosa de un maldito alambre, le había explicado al niño.
—No, a mí no me enseñaron botánica, Matt —dijo Evangelina—. Mi madre me enseñó a pedir. Señora, a ese hijo suyo, ¿quién le enseña esas cosas? ¿Sabe? Me dijo ayer que hay una planta que se llama maria. ¡Cómo mi madre! Y que se fuma.
—¡Corre, mamá…! ¡Me voy a caer! —Matt, en un desesperado intento de que su madre olvidase que la interna le había confesado que le daba lecciones sobre plantas psicotrópicas y otra vainas, se dejó caer de culo al suelo con las piernas tiesas como dos maderas muertas.
—El ombú o bellasombra es un planta que trajo Hernando Colón —explicó Matt, mientras consentía que su madre lo rodease con los brazos y tirara de él para levantarlo.
—¿El qué conquistó América? ¿Con qué trapo me dijo usted que tenía secar los cristales, señora? —Evangelina mostró una balleta amarilla en una mano y un trapo azul en la otra—. ¿Y esa planta se come? A mí, mi madre, me enseñó a pedir, Matt. En mi pueblo no hay árboles raros. Tenemos la higuera, el limonero, el chaparro… ¿Cómo dice, señora? ¿Con éste? —Evangelina manoteó en el aire, sacudiendo el trapo azul.
—Mamá, ¿crees que vendrá pronto papá? Me prometió que si sacaba sobresaliente en matemáticas, me llevaría a ver el ombú. —Miró a la interna—. No, ese no fue. Él que conquistó America fue el otro, su padre.
Evangelina frotó con energía los cristales de la ventana del comedor que daba a la calle. Llevaba un buen rato rumiando entre dientes sobre el derroche de gasolina del coche que esta aparcado en doble fila, en la calle. En esa ciudad tiraban mucho dinero en caprichos. Bastaba ver las cosas del niño: su cuarto lleno de libros, su ordenador, su tablet y su play. Le había contado, mientras le hacía la cama, que en las zonas desérticas de México crecía una una planta que se llama peyote y que hacía bailar a los indigenas, varios días.
—Tu padre tiene mucho lío en el bufete —contestó Susana, sin mirar a su hijo y le dio la espalda.
Eran muchos años de desencuentros para que Matt creyera a su madre, en lo tocante a su padre; pero seguía desilusionándole que el hombre al que retó, cuando tenía tres años, tirándose de cabeza al suelo desde una silla, inventase un trabajo que no tenía para no pasear por el parque a un armazón Ilizarov. El hombre que lo llevó al hospital, que rezó por el camino para que su hijo no tuviera conmoción cerebral, no asimilaba que aquella pierna fuera un trozo de madera podrida. No crecía porque era cómo una planta sin sabia. Para Enrique, el niño de la cabeza dura como pedernal y una pierna de cristal, era un objeto que ni estaba, ni se lo esperaba.
—Llamaré al abuelo para que te lleve al parque, Matt.
—¿Por qué no le compra un canario o un perro, señora? —terció en la conversación Evangelina, mientras abría la hoja izquierda de la ventana para limpiar los cristales por fuera.
—No me gustan los perros —protestó Matt. Se levantó penosamente del sofá y se desplazó en dirección a la ventana, sujetándose en los muebles que le salieron al paso.
—¡No es sano, señora! No es sano que Matt no tenga amigos. Este niño solo habla conmigo y con su maceta, señora.
—La maceta es un bonsai que tiene 250 años, tonta.
—¡Matt! No puedes llamar tonta a la gente.
—No se preocupe, señora. Este niño lo que necesita es un perro que le ladre o un galápago que se arrastre por los rincones, así dejara de hablar con las macetas. ¡Qué tranquilo, el tío del coche! Veinte minutos lleva con el motor en marcha. Guardias de tráfico es lo que falta en este país… ¡Qué pongan más multas!
Evangelina pensaba que Susana era muy mala madre; le faltaba darle a su hijo, de vez en cuando, ocasión para que cogiera un berrinche. Unas rabietas que lo curtieran en el arte del desengaño y que le hicieran crecer un carpazón como a los galápagos.
—¡Un galápago, no! —chilló Matt—. ¡No son animales de compañía!
—No hay que cuidarlos. Cuando acuerdas desaparecen y, al cabo de unos meses, reaparecen, dándote un alegrón.
—¡No! —contestó Matt, colorado y congestionado como un salmonete.
Evangelina miró al niño. Su madre se acercó, solicita, con un vaso de agua, pendiente de la perra de Matt. La interna, al cerrar la ventana, echó otro vistazo al coche con el motor encendido y pensó que la cosa iba sobre ruedas, que ella estaba siendo como agua bendita en aquella casa. Tres semanas llevaba limpiando y era la primera vez que asistía al milagro: ese niño era cómo otro cualquiera, a pesar de los hierros y los tornillos que tenía en la pierna derecha. La señora no estaba muy satisfecha con sus guisos. Se quejaba, le decía que más que limpiarlos, empañaba los cristales; pero como decía la señora, Evangelina no tenía sentimientos. Si hacía falta algo en aquella casa, era alguien sin sentimientos. Una persona que tuviera el valor de darle vueltas a las tuercas de los tornillos del armazón Ilizarov sin miramientos. Se trataba de avanzar por encima del llanto de Matt para ir, milímetro a milímetro, alargando la pierna derecha del niño. Evangelina, obediente a la orden de Enrique, el padre de Matt, cogía la llave, rodeaba la tuerca del tornillo en ella y le daba la vuelta, como si no tuviera entrañas. Como si Matt no chillase que lo estaban matando; como si Susana no enterrase la cabeza en la almohada, con los dientes apretados, intentando que los gritos de su hijo no le desgarraran las entrañas.
El hambre hizo eso, que el galápago —que era un animal de compañía—, a falta de otra cosa, acabase en el puchero. ¡Si le contara a Matt que los galápagos se meten vivos en la olla! Una mujer pierde los higadillos cuando ve bracear, desesperado, a su galápago dentro del cazo. ¡Y un hombre también! Si no fuera por el galápago, que justamente, cuando su madre no pudo ir a enjalbegar la casa de arriba, porque estaba doblada en la cama con un inoportuno ataque de lumbago, asomó después de seis meses desaparecido bajo tierra, no hubieran comido. ¡Oportuno, fue el maldito! Como si Dios lo hubiera mandado cuando no había con qué hacer el caldo.
—¡Se comen las plantas! ¡Las tortugas se comen los bonsáis! —se quejó Matt. De un manotazo tiró el vaso de agua que le acercó su madre; intentó avanzar, pasito a pasito, arrastrando su pierna mala, hasta el aparato de vídeo.
—Hacen lo que pueden, cómo todos —murmura Evangelina. Recogió el mocho y el cubo de la fregona y avanzó hacía la cocina.
De pronto escucharon el tiroteo. Matt dejó caer la caja de los vídeos. Evangelina soltó, entre maldiciones el cubo y corrió hasta la ventana que acaba de limpiar. Era verdad, los cristales estaban empañados. Susana sentada, blanca como un papel, se retorcía las manos. Desde que Matt se tiró de cabeza al suelo, apenas hacía otra cosa que retorcerse las manos y morderse los labios. Ya no se pintaba las canas, pese al disgusto de su marido. Enrique aparcaba allí, por las noches, como si su cama fuera un garaje. Ni la deseaba. La culpbaa por no haber sujetado al niño a tiempo para que no se tirara de la silla. Ella estaba en la otra punta del comedor, planchando las camisas de Enrique. Su padre, en otra silla, al lado de Matt, que pegaba saltos, en pie, sobre la otra silla. Entre Matt y su madre, se interponían la tabla de planchar, la mesa, un sofá y un ficus. Entre Enrique y su hijo, solo 30 centímetros.
—¡Te vas a caer! —dijo Enrique.
Susana sabía que la culpa era suya. Tenía que haber volado por encima de la tabla de la plancha, el ficus, el sofá y la mesa, y llegar a tiempo para sujetar a Matt, antes que su pierna crujiera como si se estuviera cascando un huevo contra el borde de un plato. De pronto observó que Matt caía a plomo sobre los vídeos, como si se tirara, otra vez, de cabeza.
Evangelina miró el cristal de la ventana, mientras oía el alboroto de la gente que gritaba, alertada por el tiroteo. Escucharon derrapar a varios coches. Era extraño, lo empañado que estaba el cristal. Cierto que necesitaba gafas, pero aún no había ahorrado para pagarlas. Calculaba que en tres meses habría juntado lo necesario, privándose de cosas, sí. Solo tenía que dejar de ir al cine, no volver a comprar pipas y pipas cuando se sentaba en el parque con Matt; y no cambiar novelas viejas de Corín Tellado en el kiosco de la esquina. Era cuestión de hacer economías, nada de hacer tripas el corazón y comerse otro galápago.
—Tiene usted razón, señora. ¡Tengo que ser más cuidadosa con los cristales! —dijo Evangelina.
Era un empañado extraño, parecía una tela de araña lo que cubría una hoja de la ventana. El otro cristal estaba limpio, a través de él se podía ver como el coche, aparcado en segunda fila, aceleraba. El automóvil se paró delante del banco, se abrió la puerta y salió un tipo con un pasamontañas, con las manos ensangrentadas, que era perseguido por un guardia de seguridad. El vigilante disparó contra el coche. La gente corrió, desesperada, en todas direcciones, intentando alejarse de la puerta del banco. Como en las películas, algunas personas intentaron refugiarse tras los coches aparcados en la calle.
—¡Matt! —chilló Susana.
Evangelina metió un dedo en el agujero del cristal empañado y éste se desmoronó en mil pedacitos. Se dio la vuelta, al escuchar los sollozos de Susana. Matt estaba en el suelo, rodeado de los vídeos y de un charco de sangre. Su madre lo abrazaba con desesperación y lo llamaba con todas sus fuerzas. Se volvió en dirección a la ventana, el viento de la calle penetraba por el cristal roto, agitándole los cabellos. Escuchó, al final de la calle, el sonido de varias sirenas. El coche blanco arrancó y aceleró, mientras hacía una ese para esquivar una moto tirada en mitad de la calzada.
—¡Matt! ¡Matt! ¡Matt! —gimió Susana, desde el suelo, apretando al niño contra su pecho.
Evangelina dio varios pasos atrás, torpemente. Intentó pensar qué hacer. Al ver el teléfono, intentó alcanzarlo, pasando por encima del charco de sangre y de Susana, desmadejada en el suelo, entre llantos, con el niño en brazos. Lo apretaba como si quisiera fundirlo contra su cuerpo. Cómo si deseara volver a meterlo en su útero, donde estuvo seguro durante nueve meses. Evangelina, en su desesperación por llegar hasta la mesita dónde estaba el teléfono, intentó saltar sobre la madre y el hijo, pero se enredó en el armazón Ilizarov y cayó, cuán larga era, sobre la alfombra empapada de sangre.
Siente que se le rompe un diente y, desde su posición, ve los ojos de niño. Extrañamente, tiene la misma mirada de resignación que su galápago. La misma que le lanzó, un instante antes de dejar bracear en el agua hirviendo, justo cuando daba la última boqueada.
(c) MD Rubio de Medina
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