miércoles, 6 de enero de 2016

Piratas de papel


Hace tiempo —quizá en otra vida o en otros sueños— leí en un periódico que, a García Márquez, en no sé qué ciudad de Latinoamérica, le ofrecieron una copia pirata de uno de sus libros, hecha de fotocopias. Este tipo de libros formados por fotocopias no han existido en mi entorno, fuera del ámbito universitario (todos los que hemos pasado por la Universidad o los que hemos preparado oposiciones, nos hemos topado, de alguna manera, con fotocopias de libro). 
   Piratear en papel una novela y formar con las fotocopias un libro para venderlo en un kiosco o en un semáforo, requiere algo más que disponer de un ordenador y un acceso a internet, como ocurre con la piratería digital. Mi única aventura en Amazon, donde colgué para un concurso mi novela «Caminos de Córdoba», me llenó de estupor por la rapidez con la que el producto quedó liberalizado en la red. Al día siguiente de ser colgado, el libro estaba suelto en las redes, al alcance de cualquiera. Aunque contaba con ello, no esperaba que fuera una piratería tan inmediata, por ser una autora desconocida en el panorama literario; pero de la piratería digital ya me ocupé en las páginas 187 a 195 del libro «Nueva carta sobre el comercio de libros», de la Editorial Playa de Ákaba, 2014. 
    El objetivo de esta entrada es realizar algunas observaciones sobre la piratería de libros en papel, partiendo del hecho de que, por azares del destino —que da muchas vueltas, como decía Tránsito Soto, la prostituta de la novela "La casa de los espíritus" de Isabel Allende—, ha llegado a mis manos un libro pirata en papel, la novela «Contarlo todo» de Jeremías Gamboa.
     ¿Cómo es posible que en ciertos países hagan negocio los impresores piratas que ya fueron denunciados por Denis Diderot —el director de la Enciclopedia Francesa— en 1763 en su «Carta sobre el comercio de libros», si tenemos en cuenta el enorme trabajo que supone imitar un libro, al ser una actividad que requiere costosas herramientas y mucha mano de obra? ¿Cómo es posible que existan, si se dice que hay que desconfiar de esos libros porque «les faltan páginas»? ¿Por qué se asume que no son libros de verdad, sino que se crean para consumirlos de forma rápida, por lo que los venden en las playas? ¿Por qué no parecen estar destinados a permanecer bajo la propiedad del comprador, que les concede la misma categoría que a los best-sellers que adquiere en ediciones de bolsillo en los aeropuertos o para hacer tiempo en los hoteles, y que luego abandona, hasta el punto que tanto abandono acaba formando auténticas bibliotecas en dichos hoteles? 
    La explicación no se encuentra en la gratuidad, como ocurre en la piratería digital, sino en los factores económicos que hacen que en los países dónde existe este negocio, el acceso a la cultura sea excesivamente caro. Para ello nada mejor que realizar un ejemplo con la novela «Contarlo todo»:
     A) El libro original fue publicado por la editorial Random House, tiene 512 páginas y en el aeropuerto de Lima costaba 99 Nuevos Soles —unos 26,67 euros—. Ese mismo libro, en Amazon, en tapa blanda, tiene un precio de 21,76 euros. 
    B) El libro pirata, tiene 304 páginas, letra pequeña y márgenes muy apurados. No tiene ninguna hoja en blanco, sino que todas sus páginas —anverso y reverso— están ocupadas por texto. Algunas páginas tienen zonas con tinta más borrosa. Es un libro con encuadernación rústica fresada (encolando la tripa) con un precio de 12 nuevos soles; es decir, unos 3,23 euros.



    Cuando comprobamos que en Perú, la «Remuneración Mínima» —equivalente al «Salario Mínimo Interprofesional» en España— del sector privado en los años 2014-2015 era de 750 Nuevos Soles (unos 201,04 euros), observamos que el libro original equivale a 1/7 parte de la renta mínima. Por esa diferencia exagerada en relación con la renta, es compresible que las copias de libros pirata en papel hayan generado un floreciente negocio en países donde el acceso a la cultura —por la suma de los impuestos, costes de producción y cálculos de futuros beneficios— es demasiado costosa para la gente corriente. Por otro lado, la diferencia de páginas (208) da, también, que pensar sobre los esfuerzos de las propias editoriales para poner en el mercado un producto lo más barato posible, puesto que sin llegar al ejemplo puesto más abajo —de apurar los márgenes de las páginas— podrían hacer libros con menor número de páginas para tratar de reducir su precio en el mercado.




    En conclusión, es preciso un esfuerzo conjunto de las Administraciones que gestionan la cultura y de las empresas editoras para, como decía Diderot en su «Carta para el comercio de libros», evitar que el comercio deshonesto y la competencia desleal arruinen a la empresa más bella: la edición legal de libros en papel, tratando de favorecer el acceso a la cultura en proporción al salario real del consumidor medio.

MD Rubio de Medina
Sevilla, 6 de enero de 2016

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