domingo, 3 de marzo de 2019

CUENTOS SOBRE EL HOSPITAL AMERICANO DE BELALCÁZAR




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                 (c) María Dolores Rubio de Medina, 2019.

  • El primer relato inspirado en el Hospital Americano de Belalcázar lo publiqué en el V Volumen de la Generación Subway. Espíritu del Jazz, editado por Playa de Ákaba en agosto de 2016. Lleva el título de «Aquellos interminables días sin jazz en el Hospital Americano». La editorial nos propuso crear un cuento basado en el título de una canción de jazz. Les hice saber que aceptaba el encargo, pero que me negaba a utilizar como título del cuento el nombre de una canción de jazz, porque podría estar registrado; sin embargo, utilicé la canción My Last Affair como cita, y tomé como protagonista a una enfermera voluntaria americana, que llevaba en su maleta un disco de Jazz que arrastraba una macabra historia.

  • De ese relato, publiqué otra una versión personal más bella y cuidada, ilustrada con una fotografía de época –probablemente proceda del Archivo del Ayuntamiento de Belalcázar– del edificio del famoso Hospital Americano, localizada en Internet. Hoy, es imposible de fotografiar el edificio de forma clara por la frondosidad de los árboles que lo rodean; y mira que lo he intentado varias veces.

  • Este es el segundo que me inspira aquella aventura de los Internacionales que participaron en la Guerra Civil y  se instalaron en el edificio del actual Grupo Escolar Juan de Soto Alvarado de Belalcázar. Este relato está basado en la romántica historia que cuenta C. Márquez Espada en su libro Desde Sierra Morena a El Maestrazgo con los Internacionales, Editorial San Martin, Madrid, 1988. pág. 52, en la que el autor narra lo que sucedió cuando asistió una cena-fiesta en casa de las Suaras, dada por los Internacionales «(…) de la que guardo perenne recuerdo por lo bullicioso y desordenado comportamiento de los comensales. Hubo uno, sin distintivo alguno, de enorme corpulencia y con impresionante voz de bajo, que cantó una típica canción de película americana, subido encima de la mesa; originando, al ser correada por todos, un alboroto mayúsculo. Tampoco faltaron incidentes por cuestiones de faldas. Tanto que, al día siguiente, era enterrado en el cementerio de la población uno de los tenientes-médicos que asistieron a la fiesta, enfrentado al parecer con otro galanteador de una de las secretarias; aunque la versión oficial fue que se había disparado accidentalmente un tiro de su propia pistola, cuando estaba limpiándola». 
Con esas mimbres, "ICE BOY", este relato; para la canción popular he tomado la película Sucedió una noche que se estrenó en 1935; así saben ustedes que en Belalcázar hubo un Hospital Americano, y que éste es uno de los episodios que es más difícil de documentar en la historia de Los Pedroches. 


A ver si hay suerte y aparece por alguna lado de esta red, alguna  fotografía de la tumba del americano que perdió la vida en el lance amoroso o más fotografías del personal internacional del ocasional centro sanitario que estuvo instalado durante el año 1937 en Belalcázar.

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Ice Boy

(c) María Dolores Rubio de Medina, 2019.



El militar aporreó con la culata del revolver la puerta de la fábrica de hielo. A través del muro que separaba los cuartos, en el piso superior de la fábrica, Fernando escuchó las maldiciones de su padre. Las dos de la madrugada no eran horas de Dios para golpear puertas, ni para bien, ni para mal porque entonces sobraba llamar. Bastaba con descerrajar dos tiros en la cerradura, acto plenamente justificado en plena guerra. Nicaor saltó de la cama en calzoncillos, bajó al piso inferior, recogió de una carretilla el gancho de hierro para manejar el hielo como arma de defensa y la mascota, que se colocó con cuidado en la cabeza.
Do they have ice? –se escuchó, entre dos golpes de culata.
Nicaor entendió un rábano, pero tenía olfato para los negocios y sabía a quién tenía que dar de fiado. Intuyendo que no había peligro, descorrió la tranca de la puerta. Al otro lado estaba el teniente-médico Whitte, alto, rubio, corpulento y dotado de una hermosa voz de bajo. El militar, sudoroso en aquella calurosa madrugada del 36, repitió aquello de do they have ice, mientras se abanicaba con un fajo de dólares. A unos pasos estaba la maltrecha camioneta que utilizaban los Internacionales del Hospital Americano de Belalcázar para desplazar los equipos y proveerse de alimentos y medicinas. 
Niñoooooooooo…. –rugió Nicaor.
Fernando, desvelado por los golpes, estaba despierto. Con los ojos cerrados para concentrarse, trataba de escuchar los ruidos y las voces del piso de abajo. Sacó una linterna bajo la almohada, que guardaba junto a la fotografía de Claudette Colbertt que había distraído del tablón de la cartelera del cine de verano Cervantes, cuando proyectaron con un clamor apoteósico Sucedió una noche, para poder dormir todas las noches con una novia americana. Alumbrándose con la linterna, bajó a la fábrica y llegó hasta la puerta. El padre estaba en calzoncillos, con la mascota bien asentada en la cabeza y una mano a la espalda para ocultar detrás de su cuerpo el gancho de hierro que usaban para mover las barras de hielo.
Niñoooooo, ¿qué quiere er sordao? –dijo Nicaor, mirando a su hijo.
El teniente Whitte miró sonriente al muchacho, sin dejar de sudar copiosamente en aquella calurosa madrugada.
Ice?–repitió el americano, levantando las cejas y mostrando el fajo de dólares.
–Quiere ice, padre –tradujo Fernando.
Nicaor, cabreado, se descubrió la cabeza y estrelló la mascota en las narices de su hijo.
–No sé qué dice, padre –se disculpó Fernando, mientras intentaba cubrirse de los mascotazos con los antebrazos y apuntaba con la pesada linterna al cielo.
El capitán se anticipó al nuevo golpe, arrancó el sombrero de las manos de Nicaor y probó en francés e italiano: glace, glace, gelato, gelato, glace…
Fernando agradeció los buenos oficios del relojero de enfrente, que se había empeñado en educarlo como le placía, ante su falta de escuela, enseñándole el poco francés que había aprendido en la Guerra del Rif, de donde se trajo en 1926, además de una pierna menos, un estupendo estuche de médico repleto con los útiles de un relojero.
–¡Hielo, padre, quiere hielo!
Nicaor hizo pasar al militar al interior de la fábrica, encendió la luz que tenía contrataba con contador independiente a la Electro-Harinera de Belalcázar, S.A., una rareza, pues a casi todo el pueblo se le suministraba una bujía de luz, contratada a tanto alzado, que solo funcionaba en las horas que el Ayuntamiento le daba al interruptor. Le mostró al teniente Whitte la heladera con aquella barra de hielo, de un metro de largo por 40 centímetros de ancho. El americano aplaudió entusiasmado, sacó dos billetes de un dólar y se los tendió a Nicaor
Boy a casa –chapurreó el americano.
Fernando recogió la caja de corcho que usaban para transportar el hielo. Clavó una punta del gancho, que había utilizado su padre como previsora arma de defensa, en un extremo de la barra y con habilidad repetitiva, levantó por un extremo el bloque de hielo mientras empujaba con un pie la caja de corcho hasta lograr que parte de la barra cayera dentro. Con otro puntapié, el bloque entero se deslizó hasta el fondo de la caja. 
Avariento de este puñado de billetes que el americano se había guardado un bolsillo de la pechera, Fernando agarró un frasco de refresco de limón que preparaba su madre en botellas de cristal de un litro, alcanzó una jarra con boca ancha y un cepillo de carpintero. Cerró la caja de corcho con la mitad de la tapa, se sentó a horcajadas sobre la parte cerrada y ¡rasssss!, dio cinco o seis pasadas de cepillo sobre la parte del bloque del hielo que estaba al descubierto. Llenó la jarra con las virutas de hielo, las regó con un chorro de limonada y se la ofreció al americano.
Ohhhh, Ice boy! –el americano sacó otros dos dólares del fajo y se los tendió a Fernando, se acercó la jarra a los labios y lamió las virutas regadas con la limonada–. ¡Fresquito! –chapurreó acercándose la jarra a la frente para refrescarse.
El negocio se cerró por otros cinco dólares. Comprendía la barra de hielo, cuatro cajas de sifones, gaseosas y refrescos de colores para hacer granizadas, el alquiler del cepillo de carpintero y de Ice Boy, una vez que el americano comprobó, con riesgo de cepillarse los muslos, que no era fácil sacar virutas tan finas como aquellas que se deshacían, refrescantes, en la boca.
Cargaron en la camioneta la alargada caja con la barra del hielo, metida en otra caja de corcho más grande, con la finalidad de demorar el proceso natural que tenía el hielo para transformarse en líquido, y las demás botellas. Enfilaron la carretera y cruzaron a toda velocidad por delante del Hospital Americano. De improviso, Whitte dio un golpe de volante a la derecha y Fernando logró sujetar, de milagro, la caja de corcho para impedir que saliera volando de la camioneta. Por la calle Larga llegaron hasta la casa de las Suaras, la sede del Comisario Político del Hospital, donde se encontraba, en pleno apogeo, la cena-fiesta organizada por las Brigadas Internacionales que paraban en el pueblo. Una algarabía de voces con acentos ruso, alemán, italiano, inglés, polaco, francés y español lanzaron hurras cuando el teniente-médico Whitte, tirando de una cuerda atada a un extremo de la caja de corcho, presentó a su acompañante, el joven Fernando, que sostenía el otro extremo de la caja de corcho, como si fuera una pieza de caza:
Ice Boy! –dijo a la concurrencia.
Ordenó que despejaran un espacio entre el desorden de gentes, vasos y botellas. Levantó la tapa de la primera caja de corcho, sacaron la otra que estaba dentro; le dieron la vuelta a la más grande y asentaron la pequeña encima. Ice Boy retiró la mitad de la tapa de la caja pequeña y se sentó a horcajadas sobre la otra mitad con su cepillo de carpintero. Calculó cuánto sobresalía la cuchilla, golpeó la cuña de madera con un extremo de la mano y ¡rasssss!, cepilló cuatro veces la barra de hielo. Con un cucharón llenó una de las copas que le tendió el doctor Whitte. Sacó una de las gaseosas de limón de la caja para regar las virutas, pero el médico se la arrancó de las manos y  descorchó hábilmente una botella de champán bajo las luces de aquella casa, profusamente iluminada con treinta bujías, alimentadas por un generador de gasolina. 
–Dr. Friedmann. –Whitte levantó la copa con el granizado, como pidiendo permiso a la figura vestida de blanco.
Friedmann desataca entre las cazadoras negras de los jerarcas de las fuerzas internacionales aunque era verano, las enfermeras vestidas con trajes de noche y con labios muy rojos, las botas y pantalones de montar de los brigadistas internacionales y la música que un voluntarioso aficionado intentaba arrancar de un piano bastante desafinado. Los americanos y los alemanes –altos, guapos y rubios ocultaban a los camareros locales que se afanaban retirando vasos y botellas.
Whitte lo dejó claro, mostrando la copa: “¡Coño, Ice Boy, así!”, y ofreció la bebida a una mujer vestida con un traje de noche dorado, que llevaba mucho rímel negro en los ojos.
Ice Boy estaba enamorado de la Colbert, pero al ver como la copa de granizado de champán se acercaba a los labios rojos de aquella secretaria polaca, mientras brillaba el hielo bajo las bujías; y como, la mujer, tras el primer sorbo, parpadeaba repetidamente, llevándose la mano que no sostenía la copa al corazón, mientras exclamaba auuuuhhhh, algo más intenso que la Colbert –enseñando la pierna en Sucedió una noche para parar un coche en mitad de la carretera– se le clavó en el corazón. A sus quince años, mientras ¡raassss!, rizaba en virutas el hielo, sentado sobre la mitad de una nevera portátil de corcho, se enamoró de verdad de una mujer de carne y hueso.
Zeheb, la secretaria polaca, que se había presentado voluntaria en la Guerra Civil española, y había metido en el equipaje para la batalla un traje de noche del color de su nombre, levantó la copa mientras cimbreaba el cuerpo y bautizó el nuevo combinado con el nombre de cóctel Belalcázar.
El baturrillo de gente de diversos países del Hospital Americano y de su Comisariado Político, actuando al unísono, como si hubieran recibido una orden al toque de corneta, rompió el caos y todos se alinearon en fila delante de Ice Boy, que ¡rrraassss!, sacaba virutas finísimas del bloque del hielo y llenaba las copas que le sostenía el Dr. Whitte, quien luego regaba las esquirlas con champán si era una mujer la persona que esperaba en la fila o de whisky, si era un militar o un hombre de cazadora de cuero negro asándose en mitad del verano el que esperaba sediento. Los Brigadistas Internacionales tenían una elegancia decadente, no gastaban el mono azul de los republicanos intelectuales españoles, iban limpios, peinados y afeitados, con las botas brillantes, como si fueran los extras de una película en blanco y negro.
Cuando todos probaron el cóctel, el teniente-médico Whitte tomó a Zeheb de la cintura, la levantó por los aires y la sentó sobre la tapa del piano; se sentó en la banqueta, pulsó las teclas y con su hermosa voz de bajo, sudoroso y con los carrillos rojos como un tomate, comenzó a cantar It happened one nighit. Todos los americanos, rusos, polacos e italianos, con una algarabía de mil demonios y con un entusiasmo que acallaba el ruido de las bombas en la lejanía, corearon la canción. 
Ice Boy, mientras rascaba el hielo con el cepillo de carpintero, supo que la mayoría de los hombres que estaban en aquella fiesta de la casa de las Suaras también estaban enamorados de Zeheb, la secretaria polaca. La mujer coreaba con pasión las estrofas de la canción y su pecho, cubierto con la tela dorada, palpitaba sosegadamente, mientras seguía el compás que marcaba con la cabeza el Dr. Whitte, cuyos dedos arrancaban acordes perfectos de aquel desafinado y maltrecho piano. La  hermosa voz de bajo sonaba mágica y exótica. 
Todos, pero todos los que coreaban la canción, fueron silenciando sus voces como si hubieran caído bajo el hechizo de un conjuro, al ver como Röthig, el capitán alemán, se quedaba petrificado dentro de su cazadora negra de aviador y de sus botas altas de montar, mientras su cara reflejaba el odio que le inspiraba el pianista. Aquel tipo corpulento no necesitaba quedarse en camiseta como Clark Gable para seducir a todas las mujeres de la fiesta, le bastaba con alzar su voz. El capitán alemán respiraba cada vez más agitado, siendo testigo de cómo Zeheb se enamoraba de aquella voz.
Las manos de Ice Boy continuaban ¡rrrassss!, deslizando el cepillo sobre el bloque del hielo, pero ya nadie recogía las virutas para servirlas en copas, nadie hacía fila para tomar un cóctel Belalcázar. El alboroto había cesado y solo se escuchaba la voz de bajo del Dr. Whitte, mientras el cuerpo de Zeheb palpitaba bajo la tela dorada del vestido. El hielo que raspaba Ice Boy se acabó y empezó a sacar virutas de corcho con el cepillo, sin darse cuenta, pues no apartaba los ojos de aquella escena que había electrificado a los asistentes de la cena-fiesta. Röthig, echando fuego por los ojos, levantó la mano y todos vieron la pistola apuntando al pianista. 
Todos lo sabían, aquella sería la última canción que cantaría el teniente-médico Whitte, sus manos ya no volverían a extraer ninguna bala a ningún herido de guerra, y sabían, además, que jamás volvería a galantear con las secretarias de los altos mandos militares. 
Todos lo sabían, pero nadie hizo nada. 
Todos esperaron a que la canción llegase a su final para ver la bala entrando en aquella boca dotada de una hermosa voz de bajo. Solo escucharon unos gritos, los de Ice Boy, que se había arrancado un tira de carne del muslo derecho con el cepillo del carpintero.

Sevilla, febrero de 2019.

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