© María Dolores Rubio de Medina, 2017
Desde que leí la novela Tea Rooms, subtitulada Mujeres obreras, de Luisa Carnés (1905-1964), publicada por la editorial Hoja de Lata en 2016, –obra que se publicó por primera vez en 1934–, quedé abrumada por la cantidad de detalles laborales que se desgranaban a lo largo de sus páginas.
Tea Rooms fue escrita durante los meses de agosto de 1932 a febrero de 1933. Se trata de una novela en la que se describe, con tintes autobiográficos, la situación de una mujer de familia humilde que se ve obligada a trabajar en penosas condiciones en una pastelería-salón de té. Se detallan los abusos laborales que, a principios de los años treinta del siglo pasado, soportaba uno de los colectivos que tiene mayores dificultades para acceder y permanecer en el mercado de trabajo: las mujeres. Existe otro colectivo que tiene menores oportunidades laborales, los discapacitados, pero sobre este no se centra la obra de Luisa Carnés.
Bajo mi punto de vista, la particularidad que tiene la novela es el enfoque que adopta la narradora para desarrollar su historia. Es una obra escrita por una mujer y los personajes protagonistas son, también, otras mujeres trabajadoras. La narradora adopta la posición de una mujer tradicional que acaba descubriendo que el mercado laboral es el camino para redimir su condición de persona minusvalorada, hasta el punto que intenta abrirles los ojos a sus contemporáneas, como paso previo para mejorar las condiciones laborales a las que se ven sometidas.
La autora se encuadra dentro la corriente literaria conocida como «narrativa social de la preguerra», antes había publicado las novelas Peregrinos de Calvario (1928) y Natacha (1930), esta última ambientada en un taller de sombreros, ocupación que también había desempeñado la propia Luisa, obligada a trabajar desde los once años por la pobreza familiar, por lo que se comprende la realidad de la descripción minuciosa de las duras condiciones laborales de las mujeres de su época.
En Tea Rooms muestra la situación de explotación de un colectivo que no dispone de los mecanismos sindicalistas ni de las leyes laborales necesarias para luchar contra ese empresariado que no es que sea más malo –o explotador– que el de hoy, sino que se amparaba en la costumbre, la ausencia de legislación laboral estricta y en la falta de inspección laboral para conseguir la máxima ganancia que le permitía el sistema. Por si fuera poco, descubrimos, que los más intransigentes con las necesidades y/o faltas laborales de los trabajadores de las escalas más bajas no son los capitalistas, sino aquellos que, años después, serían conocidos como «mandos intermedios» de las empresas. Este grupo de «jefecillos» son los que controlan, exigen e imponen las condiciones laborales a los trabajadores que están bajo sus órdenes. El control, para el colmo, como veremos, conlleva una simple contraprestación en especie (tener derecho a un plato de comida servido en el propio establecimiento).
Procedo a reseñar alguno de los párrafos que incluyen las situaciones o las condiciones laborales en las que se ven inmersos estos trabajadores «precarios» o sometidos a contratos «orales basura». Con ello solo pretendo señalar la intensidad socio-laboral que la autora ha impregnado su obra, lo que nos permite hacernos una idea muy realista de las duras condiciones laborales que imperaban en la primera mitad del siglo XX:
- Una (la trabajadora) «(…) no protesta nunca, al menos ante la encargada o el jefe supremo (…) [pero es consciente que] lo eficaz sería elevar a la dirección una protesta colectiva (…) pero tras muchas discusiones no se ha llegado nunca a un acuerdo: el temor de cada dependienta a perder el empleo ha ahogado la protesta» (pág. 42). Ese miedo, como sabemos, sigue latente hoy en día, especialmente en los períodos de crisis económica, cuando se acrecienta la dificultad para encontrar nuevo empleo, lo que ahoga las protestas. Los trabajadores, conscientes de esa dificultad, soportan estoicamente la rebaja de sus salarios o el empobrecimiento de sus condiciones laborales.
- «Los problemas de orden ‘material’ no han adquirido aún lo bastante preponderancia entre el elemento femenino proletario español. La obrera española (…) sigue deleitándose con los versos de Campoamor, cultivando la religión y soñando con lo que ella llama su ‘carrera’: el marido probable» (pág.43). La moralidad de la época que infravaloraba a las mujeres provocaba que su acceso al mercado laboral se viera como algo transitorio, como un mero ritual de paso, hasta que pescaba marido, a partir de ese momento, a él le correspondía cubrir sus necesidades (comida, bebida, vivienda), las que antes pagaba la mujer, malamente, con su salario. Por otro lado, la critica que la autora realiza contra la religión es otro de sus temas recurrentes; así lo descubrimos, por ejemplo en El eslabón perdido (Renacimiento, 2002, 310 págs.), dónde, por otro lado, existen varios personajes que desprecian a la mujer que estudia, al considerar que su deber es casarse y tener hijos.
- Muestra de manera ejemplar la discriminación de la mujer casada. Las empresas no admitían en sus plantillas a mujeres casadas o viudas (pág. 44).
- Expone con toda su crudeza los privilegios de los «mandos intermedios», los cuales tratan que perviva un sistema que los explota a ellos, para que, a su vez, puedan explotar a los que están más abajo. Se trata de privilegios en especie: «un camarero sirve el almuerzo a la encargada, en una de las mesitas del salón» (pág. 45), premio que despierta más estupor cuando descubrimos, a lo largo de la lectura de la novela, que el resto de las empleadas no lo disfrutan y que alguna tiene que comer pasteles defectuosos, a escondidas, para no pasar hambre, pues el escaso salario no es suficiente para mantener a la familia.
- Nos muestra un sistema laboral en que los beneficios que se le dan a un trabajador, redundan en el empobrecimiento de los derechos laborales de los demás. Lo descubrimos cuando leemos que «(…) ha comenzado a disfrutar de sus quince días de vacaciones (…). Por este motivo (…) han sido suspendidas durante dos meses ‘las salidas’. Naturalmente, la noticia ha exaltado los ánimos. Se habla de elevar una queja a la Dirección. Probablemente, todo se quedará en palabras.» (pág. 55). Las salidas son unas horas de descanso semanal, pues «(…) les parece mucho descanso cuatro horas a las semana» (pág. 56). Lo peor de todo es cómo se justifica por la Dirección la supresión de «las salidas». Se argumenta que se han suprimido por exceso de trabajo; sin embargo, la narradora nos puntualiza que disfrutar de vacaciones estivales por parte de un trabajador no implicaba un aumento de trabajo de los restantes porque los clientes que acuden al salón se reducían, al irse, igualmente, de vacaciones. La Dirección, la mayoría de las veces, sólo se visibiliza como la última instancia a la que pueden dirigir sus quejas los trabajadores. Se habla de poner una queja, pero no se hace, hasta el punto que se teme que por la «(…) pasividad de las empleadas [a elevar una queja] se acabe aumentando la jornada y reduciendo los salarios» (pág. 59). La justificación para aceptar los abusos es que, en caso contrario, quien protestase tendría que enfrentarse a un despido en un momento en que «(…) la crisis de trabajo se agudiza en el mundo entero» (pág. 60).
- La arbitrariedad extrema de los jefes llega a extremos tan absurdos, que, en otro contexto, serían cómicos. Esto ocurre, por ejemplo, cuando una empleada es despedida por haber chillado al descubrir un ratón en el establecimiento. Sus superiores consideran que con su comportamiento había puesto en tela de juicio «(…) el buen crédito de la casa» (págs. 67-69). Ahora bien, desde el punto de vista de los superiores, este despido entra dentro de lo razonable, puesto que se parte del hecho de que el aprendizaje laboral hay que pagarlo, incluso con «(…) humillación y lágrimas» (pág. 79), razón por la que los propios trabajadores se encuentran aculturados en una filosofía que les impide rebelarse contra los comportamientos despóticos de sus jefes.
- El papel que desempeñan los sindicatos no es el mismo para todas las trabajadoras, aunque a la protagonista su actividad le abre los ojos, para otras «(…) son centros de corrupción (..)» donde se incita a los obreros a la rebelión contra quienes «(…) les dan el pan» (pág. 81). La desconfianza en los sindicatos es total por parte de las trabajadoras más beatas, lo que es compresible cuando recordamos que la resignación ante lo que envía Dios –junto con la esperanza– es una de las características del catolicismo, a diferencia de los protestantes, que ven el trabajo como un elemento para enaltecerse y prosperar. Sin embargo, esta resignación tiene un límite: solo es tolerable cuando el abuso procede del jefe inmediato y no es repugnante, lo que se prueba cuando leemos: «Una tiene un jefe inmediato (…) y al que hay que soportar gruñidos y chistes idiotas (…) si la dirección choca con el jefe inmediato, éste paga su disgusto con la pobre auxiliar (…). No se está obligada a tolerar otras impenitencias que las del jefe inmediato (…). Se dan casos verdaderamente repugnantes; caso en que los auxiliares se han visto obligados a denunciar al jefe inmediato o a pedir, con un pretexto cualquiera, su traslado a otro departamento de la casa. Eso tratándose del jefe inmediato, que cuando es el director quien origina las cosas, entonces el problema es de fácil solución: no hay más que coger la puerta… Y, a comer moralidad» (pág. 88). Los obreros que describe la autora se sitúan en la ideología de la izquierda republicana, están convencidos «(…) que se acerca el fin de los patronos y de los capitalistas y que nosotros, los pobres, dejaremos de pasar hambre y calarnos los pies todos los inviernos» (pág. 157). Por cierto, años después, la autora pasó hambre y se caló los pies hasta el infinito, cuando entró en Francia, huyendo con la población civil y los soldados republicanos de los «fascistas». Murió en México, en 1964, a consecuencia de las heridas causadas por un accidente de coche. En su nuevo país de residencia tampoco encontró el sitio ideal, aquel del que habla alguno de los personajes obreros de Tea Rooms, que menciona a Rusia como el país en el que cada día se abren fabricas y donde los obreros, especialmente las mujeres, no tienen que pasar meses y meses recorriendo la ciudad para buscar trabajo (pág. 158).
- Aunque no resulta frecuente, la autora recoge también alguna situación en la se obtienen beneficios laborales, es el caso de un heladero de la empresa que inventa un helado italiano que es del gusto de la clientela, por ello «(…) goza de una bonificación de jornal, y de cuatro horas de asueto por cuarenta y ocho de trabajo» (pág. 106).
- Durante las huelgas son los propios empresarios y sus familiares los que, tras los cierres echados, trabajan en el negocio (pág. 143). El comportamiento de los huelguistas de aquellos tiempos ha cambiado poco con respecto a los actuales, pues no respetaban la libertad para trabajar. Los huelguistas «(…) recorren las calles e investigan la identidad de los camareros ocasionales que actúan en cada local, vigilan escrupulosamente para evitar el esquirolaje (pág. 143). Consideran a todos aquellos que no son solidarios (es decir, que no hacen huelga), esquiroles (pág. 148). Respecto al papel de los empresarios en relación a la huelga, en el salón de té se les da a los camareros libertad para unirse o no al paro laboral, pero si se declaran en huelga «(…) tendrán que atenerse a las consecuencias» (pág. 144) y algunos de ellos tienen «(…) mujeres e hijos que mantener» (pág. 144).
- Lo más terrible es que la autora nos descubre que la miseria familiar genera una aculturación en la que muchos niños son adiestrados para mentir sobre su edad para acceder al mercado laboral con 11 años, pues se les enseña a decir que tienen 14 años (pág. 159).
A medida que avanzamos en la lectura, vamos asistiendo al sutil cambio que empieza a producirse en la mentalidad de la empleada de la pastelería, cada día más consciente de los abusos que recaen sobre ella y sus compañeras. Así se va transformando en una mujer nueva (en este punto las ideas de Carnés me recuerdan las de la novelista Laura Esquivel). Se convence, bajo una óptica muy sindicalista, que no sólo existen dos caminos para la mujer: la prostitución o el matrimonio, que hay una tercera vía que es «(…) la lucha consciente por la emancipación proletaria mundial» (pág. 200).
Aunque Luisa Carnés parece inclinarse en sus crónicas periodísticas, novelas y memorias por la defensa de los derechos de las mujeres, especialmente de aquellas que luchan para lograr su emancipación a través del trabajo, y no depender de un hombre, hay que señalar que también utilizó sus dotes de narradora social para relatar las particularidades laborales de otros colectivos que realizan trabajos poco comunes, de forma retribuida o no; aunque no es frecuente.
Así, por ejemplo, nos introduce en las duras condiciones laborales de los hombres del campo en el cuento «[Olivos]», incluido en el volumen Trece cuentos (1931-1963), publicado por la editorial Hoja de Lata en 2017. En ese relato los aceituneros tratan de mejorar, sin conseguirlo, sus condiciones laborales en una época en la que se veían sometidos a unos terratenientes que se aprovechaban del hambre del jornalero y su familia, para pagarles sueldos bajísimos. El texto se contextualiza sobre una relación laboral abusiva en la que se «(…) discutía el jornal, se peleaba horas y días. El contrato comprendía toda la familia, incluso las mujeres y los niños. Se regateaba y, finalmente, se llegaba a un acuerdo» (pág. 61).
Portadas de "Trece Cuentos" y "Tea Rooams", publicadas por la editorial Hoja de Lata. |
Vuelve a su tema favorito, el trabajo de la mujer en «Montserrat, heroína catalana», texto incluido en De Barcelona a la Bretaña Francesa [Memorias] (Renacimiento, 2014, 320 págs. En este volumen se incluye también La hora del odio, Narración de la guerra española). A través de la figura de Montserrat, Luisa describe las interminables jornadas a las que estaban sometidas, durante la Guerra Civil, las obreras textiles para producir más. El exceso de trabajo hace que Montserrat pierda un brazo, que le arranca una máquina. Descubrimos que las mujeres iban siendo «(…) rápidamente acopladas a los puestos de trabajo que dejan los hombres» (pág. 80). Las mujeres pasaron a estar en todas partes: «(…) en los cuarteles, para la carga y descarga de camiones, para cornetas, para los trabajos de recuperación de materiales, en los surtidores de gasolina, en el transporte, en los servicios sanitarios, en los restaurantes, en la Administración del Estado… Y cada una de ella quisiera ser dos, para el trabajo» (pág. 81).
Portadas de las obras editadas por Renacimiento. |
En el mismo libro, en otro capítulo titulado «Una fortificadora de Madrid» (págs. 91-101), asistimos a la espeluznante crónica de la vida de una mujer embarazada que trabajaba fortificando Barcelona porque su bebé tenía que nacer libre, y que formó parte del grupo «(…) de fortificadoras ametrallado por los invasores italianos en la Diagonal de Barcelona» (pág. 101).
También en las memorias De Barcelona a la Bretaña Francesa, se detalla el sistema de trabajo voluntario que, dentro de los refugios y campos de concentración franceses, se ven obligados a realizar los exiliados republicanos españoles que huyeron de España para sobrevivir. Este colectivo fue, posteriormente, canalizado, previa reclamación, hacia otros destinos, muchos acabaron en México. Ejemplo de esto es el capítulo titulado «Monsieur le Directeur y Madame Renoir» (págs. 223-233). Curiosamente, en este capítulo se descubre que la aculturación laboral es tan intensa que las cosas o las instituciones laborales se adaptan a la vida privada, así las mujeres de estos refugios que no habían recibido carta de sus familias, que estaban en otros campos de concentración o refugios, fundaron «(…) el Sindicato de las Sin Carta.
Claro que conforme pasó el tiempo, el sindicato se fue quedando sin afiliados» (pág. 233).
La narrativa social de Luisa Carnés nos permite adquirir nociones de las condiciones laborales existentes, en vida de la autora, en otros países, en concreto de México, país al que llegó desde Francia –a donde había huido tras la caída del frente republicano– en mayo de 1939 a bordo del «Veendam». Así, en su novela El eslabón perdido (Renacimiento, 2002, 310 págs.), describe las duras condiciones laborales en las que se vieron inmersos los exiliados republicanos españoles, muchos de los cuales llegaron a ese país creyendo que, en breve, retornarían a España. La realidad y la firma de los pactos del franquismo con Estados Unidos (1951-1953) les hizo darse cuenta de su error: que no volvería a gobernar el gobierno republicano que habían conocido.
La sociedad mexicana les fue más favorable a aquellos españoles que se naturalizaron para acceder a mejores empleos, que a los que no quisieron optar por esa vía. Los exiliados que prosperan en la novela son los personajes más pragmáticos y realistas; los cuales renuncian a parte de sus ideales para adaptarse mejor a un terreno en el que encuentran oportunidades. Por contra, aquellos otros –como el protagonista de la novela, un maestro exiliado–, que pasan sus mejores años sin intentar integrarse en su país adoptivo, soñando con el día en que volverán a un lugar en el que ya no tienen casa, familia o trabajo, son los que tienen más dificultades laborales y, por ende, económicas. Los derrotados sociales y laborales son hombres que, a lo largo de la novela, se arrastran en profesiones de mala fama (sobre todo como representantes de comercio) y así pasan años malviviendo y ahorrando lo que pueden para enviar algo a la familia que dejaron en España, la cual subsiste en peores condiciones.
Quizás estas notas contribuyan a que la gente vea a Luisa Carnés como una mujer muy luchadora con las injusticias laborales de su tiempo; y para que se lea su obra no sólo porque es una autora que está de moda.
Hinojosa del Duque-Sevilla, 9-16 de diciembre de 2017.
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