lunes, 2 de mayo de 2016

Ritos en cambio: las Cruces de Añora

Las Cruces de Añora hace tiempo que traspasaron su carácter de fiesta local, incluso, comarcal. En su día fueron declaradas de interés turístico. Se han transformado en un tour con autobuses fletados desde Madrid que incluyen el bocata y el folleto de mano editado por el Ayuntamiento y la Diputación de Córdoba.
El folleto -con un mapa indicando los lugares donde cada año se instalan las distintas Cruces interiores, exteriores e infantiles- deja atrás esa costumbre tan bellísima de tirar por una calle y preguntar al primero con el que te cruzas y que no tiene pinta de forastero: «¿Por dónde tiro para ver una Cruz?». «Siga usted por esta calle…», le respondían, para preguntar, de seguido: «¿De dónde viene?». 
Descubres que el folleto se ha convertido en algo insustituible porque parece que la gente no se ha levantado temprano para barrer la puerta, llena de yerbas secas y de cenizas arrastradas por el viento. No tienen prisa por mostrar la calle limpia a los forasteros. A las once y cuarto de la mañana del domingo 1 de mayo de 2016, el pueblo aún duerme.
Caminas con el programa en la mano, reparando en los rescoldos de las hogueras y la ceniza que se amontona sobre planchas de metal puestas sobre los adoquines de la calle. Miras y remiras el nombre de la calle y los números de las casas, temes pasar de largo de los lugares indicados en el folleto, donde han instalado las Cruces interiores. Encuentras una puerta cerrada detrás de otra. 
«Señora, ¿A qué hora abren las Cruces?», preguntas a una lugareña atrevida, puesto que va a alguna parte cuando sus paisanos duermen. «¡Pero si se han acostado a las seis de la mañana, después de toda la noche en vela!. Estarán dormidos», te responde. Su información te suena a regañina. Hace tiempo que tú no escuchas ese tipo de reproches; pero claro, tú vienes de lejos para ver algo que recuerdas como un éxtasis de los sentidos y lamentas que tus horas de asueto y para hacer turismo, no coincidan con las de los lugareños.
«Probaremos con las exteriores», piensas, intentando sacar provecho a la excursión. Inesperadamente, descubres una puerta abierta, en una casa deshabitada, y al fondo, unos visillos. Es la primera Cruz Interior que ves en tres años. Ya no las ponen, como antaño, en una habitación de una casa con un largo pasillo oscuro, que se pierde hasta el patio. Veladas por mujeres sentadas alrededor de una mesa camilla. Se quedan en el recuerdo esas ancianas enlutadas, apenas iluminadas por la lumbre de una chimenea y la luz amarillenta que estallaba, débilmente, bajo los visillos que cubrían el suelo, el techo y las paredes de la habitación ornamentada. Las telas inmaculadas se cruzaban -y se cruzan- unas con otras, formando trenzados imposibles , alrededor de la Cruz central, milagrosamente sostenida en mitad de la pieza. Ya no encuentras la puerta abierta de la habitación atravesada con el banco de la familia para cerrarte el paso y evitar que, deslumbrada por tanta belleza, traspases el dintel de la puerta con los ojos al frente, llevándote por delante medio entramado.  Ahora las Cruces se montan en una especie de escenario cuadrado, elevado del suelo, como si fuera el escaparate navideño de un centro comercial. 
Te sorprendes al encontrar una de las escasas cinco Cruces Interiores, de este año, abierta. Es tan temprano para la «crucera», que no tiene encendidas las luces de su Cruz. 

Cruz Interior de Concepción 28, sin iluminación.

La mujer se apresura a encendértelas para tu espanto porque sabes, de sobra, que la luminosidad de las bombillas ocultas bajo los visillos, crean un efecto mágico para los ojos, pero no para tus cámaras fotográficas que te devuelven una imagen plana, sin relieve, por el juego de las trasparencias y las sombras. «¿Qué premio le han dado a esta?», preguntas. «El primero», te responde la «crucera», toda orgullosa. 

Cruz Interior iluminada.

Entonces comprendes porque tiene abierta su Cruz, mientras medio pueblo duerme y otro medio empieza a despertar. Por las calles ya han asomado algunas mujeres -y un hombre-, salen del interior de las casas con sus cepillos y recogedores para barrer el romero y la ceniza que  se han dispersado con los vientos de la noche.

Para tener las manos libres para hacer fotografías, guardas el folleto y preguntas por la Cruz de San Pedro, la que ha ganado este año -también le dieron el premio el año pasado-. Mientras caminas siguiendo las indicaciones de la gente, observas que los bares tienen una vida que han perdido las Cruces y las solitarias calles, a las que empiezan a incorporarse algunos forasteros. Los camareros ya han instalado las mesas exteriores para los clientes, se afanan alineando los servilleteros y cuadrando las sillas alrededor de las mesas con la precisión que requiere el meticuloso montaje de una Cruz. 

La Cruz de San Pedro es un prodigio de complejidad y alambre. Sonríes para tus adentros al reparar en los metros y metros de alambre comprados para la ocasión; que dejan atrás, aquella sabia costumbre de antaño, descrita por Manuel Moreno Valero en «La vida tradicional en los Pedroches» (Córdoba, 2001). Antes se tenía a gala usar materiales que no costasen dinero y el alambre se sacaba de telas metálicas. 

Cruz Exterior de San Pedro.

Hoy, la Fiesta de la Cruz, es otra cosa, aunque todavía sigan existiendo bancos familiares y mesas de camilla sacadas a la calle, que se instalan junto al fuego, al lado de las Cruces y que ignoran los visitantes. Los forasteros pasan por su lado con los móviles apuntando a las Cruces, sin caer en la tentación de fotografiar el ajuar casero. 



Las Cruces de ahora no son de recortes de papel ni de platinas de las cajas de los cigarrillos, se arman con la majestuosidad de las Cabalgatas de Reyes Magos; introduciendo elementos exóticos  -como los pavos reales- en una ritualidad que cada año pierde frescura y sencillez.






Y a todo esto, cuando finalizas el recorrido por el pueblo, descubres que nadie ha aparcado detrás de tu coche y puedes sacarlo del tirón del lugar donde lo dejaste. Preguntas dónde está metida la gente y te dicen, compungidos: «Es que el padrón está bajando».



(Entrada dedicada con mucho cariño a mis amigas de "las capitales",
que una y otra vez, declinan mi invitación para disfrutar de tanta belleza)


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