Entrada dedicada a D. Joaquín Chamero Serena, cronista de Belalcázar, por su disposición y entusiasmo al enseñarme los secretos de su Archivo, cualidades propias de las personas atrapadas en la búsqueda de historias sobre su pueblo.
Ahora que está tan de moda recuperar escritoras que han sido olvidadas por la historia, es una satisfacción mostrar en este blog una leyenda escrita por una auténtica desconocida. No es mi intención abrir una investigación sobre la señorita Josefa Urgarte-Barrientos –así es como aparece en la portadilla interior de su libro–, pero espero que el gesto sea suficiente para despertar la curiosidad de otros, e incluso tengo la esperanza de que puedan reeditar ¿el romance? dedicado a Fray Juan de la Puebla, personaje histórico que tan de moda ha estado –y está– en Belalcázar.
He dado con su libro buscando documentación sobre la Santa Provincia de los Ángeles y me ha sorprendido por la belleza de alguna de sus estrofas dedicadas al Castillo de Belalcázar; asimismo por la confesión que realiza en su prólogo. Urgarte-Barrientos fue una una mujer valiente que se atrevió a escribir en la introducción de su libro lo siguiente: «Nadie mas necesitada que yo de voz amiga que le recomiende; de caracterizado nombre que le autorice; y sin embargo me presento sola, sin mas estímulo que mi vocación de poeta», no me cuesta mucho imaginarla buscando un escritor que se prestase a realizar la introducción de su libro y el desprecio de sus contemporáneos, no dispuestos a «rebajarse» para escribir un folio introductorio de los versitos de una mujer.
En el contexto de la reprimida sociedad de finales del siglo XIX, la Sra. D.ª Josefa Urgarte-Barrientos –como se diría hoy con toda propiedad y derecho– publicó su libro titulado: Recuerdos de Andalucía. Leyendas tradicionales e históricas, Málaga, 1874, 425 páginas, en el que versificó una serie de leyendas españolas que abarcan a varios siglos, y cedió «todo el producto líquido de la presente edición á beneficio de las Monjas de Málaga». Las referencia que realiza al paisaje de Belalcázar –localidad donde residían mis abuelos maternos–, por su precisión, me recuerdan a los viajeros extranjeros que en los siglos XVIII y principios del XIX que se recorrieron nuestro país buscando la idiosincrasia y el folklore, recopilando historias y documentos que la mayoría de la gente culta del país despreciaba por ser "infracultura". No me cuesta esfuerzo imaginar a Urgarte-Barrientos como una de estas osadas viajeras, recorriendo lugares apartados para admirar la belleza de los monumentos abandonados, aunque confieso que no la he investigado, más que nada, porque mi intención es, reitero, mostrar un documento que muchos desconocen. Dejo la investigación sobre su persona –no dudo que será interesante, relevando a una mujer que superaba los encorsetamientos de su época– para otros, si quieren ponerse a la tarea.
Al estar libre de derechos de autor, por el tiempo transcurrido, he optado por reproducir íntegramente el contenido de las págs. 269 a 354, respetando escrupulosamente la ortografía del texto. Urgarte-Barrientos desarrolla una leyenda del siglo XV sobre Fray Juan de la Puebla, en VIII partes, que finaliza con un epílogo. La razón por la que he optado por la formula de reproducir la «leyenda» en su integridad, en lugar de remitir al libro original –disponible digitalmente en la Biblioteca Virtual de Andalucía– es que cuando se utilizan los dispositivos móviles para leer, si no facilitas toda la información de forma directa, los lectores no pierden el tiempo abriendo nuevos enlaces insertos en textos escritos, por ello la repercusión del romance de Urgarte-Barrientos sería menor, se sabría de ella, pero no de su texto que es lo importante.
Antes de transcribir sus palabras, reproduzco la reducida biografía que, en la pág. 416 de su libro, ofrece sobre Fray Juan de la Puebla (Don Juan de Sotomayor): «Don Gutierre de Sotomayor, gran Maestre de Alcántara y primer conde de Belalcazar, cuya villa le donó el rey Don Juan el II, siendo erigida en condado, edificó el castillo que nos ocupa, y fué abuelo de D. Juan de Sotomayor, el cual heredó sus títulos y feudos. La autora tiene el honor de con- tar á dichos personajes entré sus ascendientes directos.
El castillo de Belalcazar, una de las mas ricas construcciones feudales del siglo XV, se halla hoy regularmente conservado y pertenece á la casa de los duques de Osuna».
Portadilla interior del libro de Ugarte Barrientos, 1874. |
Sin más, paso a transcribir la larguísima «leyenda»:
FRAY JUAN DE LA PUEBLA.
LEYENDA TRADICIONAL.
SIGLO XV.
I
¿Nunca visteis coronando
Nuestras graciosas colinas,
Su antiguo esplendor mostrando
Y aun sus almenas alzando,
De un castillo las ruinas?
¿Y su peñón ceniciento
No visteis que ya ennegrece
De los siglos al aliento,
Donde triste zumba el viento,
Donde el ave se guarece?
Ya no se escuchan canciones
En honor de la belleza
Bajo aquellos torreones;
Pero adarbes y bastiones,
Aun pregonan su grandeza.
Cuando pasáis arrastrados
Por el ligero vapor;
Bajo sus muros gastados;
Al mirarles derrumbados
Por el tiempo asolador,
¿Gratas visiones añejas
No adivina vuestra mente
Tras aquellas tapias viejas;
Y fantásticas consejas
De otra edad de otra gente?
¿Y no pensáis que suspira
Al pié de goda ventana,
La melancólica lira
De fiel trovador que admira
A su apuesta castellana?
Ya no salen los señores
A correr la mora tierra
Con sus vasallos mejores,
Ni resuenan los clamores
De aquellos hombres de guerra.
Ya á la lumbre del hogar
No se escucha al caballero
Sus aventuras contar,
Ni de prodigios hablar
Al fatigado romero.
Ya no hay sangrientas jornadas
Entre señor y señor,
Ni pendencias ni algaradas,
Ni vé sus tierras taladas
El honrado labrador.
Ni festines ni alegrías
En sus desiertos salones;
Ni de la paz en los días
Se aperciben monterías
Con perros y con halcones.
No cruzan aventureros
Por sus arcos ogivales;
Ni páges ni mesnaderos,
Ni galantes escuderos
Tras las damas principales.
Ya no relinchan corceles,
Ni hay tumultos ni asonadas
Ni guerras con los infieles,
Ni enamorados donceles.
Ni doncellas desoladas.
En sus altivos blasones.
Anidan las golondrinas;
Se rinden los artesones,
Y velan sus murallones
Las seculares encinas.
Pero también cobijando
La rota techumbre oscura,
Se posa un ángel llorando,
Sobre las torres alzando
Sus alas de nieve pura.
Él conserva las memorias
De aquella piedra sombría;
Sus románticas historias:
Que es el ángel de las glorias;
El ángel de la poesía...
———————————
En una fértil llanura
De altos montes circundada
Y cubierta de verdura,
Ufana con su hermosura
Por tres arroyos regada,
Entre oscuros olivares
De la cordobesa sierra
Donde hubo un tiempo alminares,
En uno de los lugares
Mas amenos de la tierra,
Sobre modesta colina
Entre risco y montecillo
Que pobre aldea domina,
Contémplase la ruina
De formidable castillo.
Fué una antigua fortaleza
Al par que lujoso alcázar,
Do brillaba la riqueza,
Y á la cual por su belleza,
Le nombraron Belalcazar.
Un gran Maestre altanero
Sus murallas levantó,
Que cumplido caballero,
Contra el moro, buen guerrero,
Largo tiempo peleó.
Y mi cuento al comenzar,
Cuando Castilla gozaba
Fama y ventura sin par.
Pues que su pueblo á mandar
La grande Isabel llegaba.
Aquella mole severa
Cual la villa, por señor.
Donoso garzon tuviera.
Cuyo ilustre nombre era
Don Juan de Sotomayor
Una página arrancada
A los ráncios cronicones
Te vá á ser lector mostrada,
Con el encanto adornada
De agüeros y tradiciones.
Y si vieres algún día
El fuerte de que hablo yo,
Recuerda la historia mía,
Y á la que en ruda poesía,
Su pasado te contó.
II
Gentil estaba el buen conde,
El conde de Belalcazar,
En una tarde de Mayo Azul,
trasparente y clara.
Era Don Juan un mancebo
De apostura tan bizarra.
De procederes tan nobles
Y de prendas tan hidalgas,
Que ningún señor, ninguno,
De los de aquella comarca,
Ni en gallardía le vence.
Ni en destreza le aventaja.
Nadie cual él, á las fieras
Dar sabe en el monte caza;
Nadie cual él en torneos,
Nadie cual él en batallas.
Como trovador insigne,
Tañe con primor el arpa;
Como guerrero valiente,
Maneja robusta lanza.
Fiestas ofrece á sus deudos
En su riquísimo alcázar.
Donde reina la alegría,
Do ostenta el lujo sus galas.
Todos admiran su fausto,
Todos su valor ensalzan,
Y sus contrarios le temen,
Y le distinguen las damas.
En esta tarde, en el patio
Del castillo cabalgaba,
Sobre un caballo brioso
Que ya impaciente piafa,
En cuyo agudo relincho,
En cuya ardiente mirada,
La pujanza se percibe
De la cordobesa raza.
Luciente cota ceñía,
Rica veste recamada,
Y limpio casco de acero
Que su rostro recataba,
Cuya cimera la forman
Condal corona dorada.
Con un ligero penacho
De plumas jaldes y blancas.
Cuatro escuderos antiguos
Con dos pages le acompañan,
Que tras él respetuosos
El puente ferrado pasan,
Y galopando se alejan
De la sierra por la falda.
¿A donde vá el castellano
Sin guerreros y con armas?
Es quizás á algún torneo
O á algún festín que preparan?
Es á un banquete que un noble
En vecino fuerte daba.
Para lucir el boato
De su tren y de su casa.
Un señor que de la corte
Há poco tiempo llegara,
Cansado ya de negocios
y de intrigas cortesanas.
———————————
En una estancia opulenta
Del castillo de Don Alvar,
Que así nombran al hidalgo
Que el banquete y fiesta daba.
Osténtase rica mesa
Para el festín preparada,
Donde los vinos relucen
En grandes copas de plata.
Del salón en un estremo
Algunos nobles se hallan,
Que de caballos platican,
Y de guerras, y de cazas.
Otros, en opuesto lado
Rodean al buen Don Alvar,
Y de los reyes preguntan,
Y de las guerras de Italia.
Y en las anchas galerías
Y lujosas antecámaras.
Bullen, pages y escuderos,
Y dueñas y Maestre-salas:
Oyóse largo ruido
De espuelas y de pisadas,
Y con noble continente,
Entró Don Juan en la estancia.
Después de algunos instantes
Se abrieron dos puertas anchas,
Y mas hidalgos penetran.
Penetran hermosas damas;
Y el tapiz por fin alzando
Que un camarín ocultaba,
—«La condesa:» gritó un page,
Con voz reverente y clara.
—«La condesa...» repitieron
Todos, que verla anhelaban;
Pues no conoce ninguno,
A la hermosa castellana.
Bella en verdad aparece;
Su toca cual nieve blanca,
De ángel un rostro circunda
Que anima púdica gracia.
Y la esbeltez de su talle
Un largo brial realza
De celeste terciopelo.
Que rico brocado esmalta.
Dos dueñas de grave porte
A la señora acompañan,
Y su esposo á recibirla
Cariñoso se adelanta.
Don Juan que á todos los nobles
En cortesía aventaja,
Anhela ser el primero
En saludar á la dama.
Llega, inclínase ante ella.
Ambos fijan sus miradas;
Ella se turba un momento,
Y él dice:—«Cielos… Constanza!...»
Mas con galante saludo
Su conmoción ocultara,
Y todos en el banquete
A ocupar sus puestos pasan.
Allí reinó la alegría,
Allí brindis se cruzaran,
Mas pensativos contemplan
Al conde de Belalcazar.
Después, cuando en el sarao
Nobles y hermosas danzaban
Brillando sus ricos tragos
A la lumbre de las lámparas,
Cuando era todo bullicio,
Cuándo era todo algazara,
El en el hueco apoyado
De una gótica ventana,
Como sombras las figuras
De aquel cuadro contemplaba,
Y clavábanse indiscretas
Sus pupilas abrasadas,
En las azules pupilas
De la condesa Constanza.
— — — — — — —
Mas tarde de su castillo
El ancho puente pasaba,
Y al resplandor de la luna
Desde su condal estancia,
Las fuertes torres observa
Del palacio de Don Alvar;
Y allí absorto le sorprende
Con sus fulgores el alba,
Embebido en las memorias
De los días de su infancia.
Sin comprenderlo, suspira;
Siente oprimírsele el alma,
En la cual, encantadores,
Mil recuerdos se levantan;
Hasta que el ángel del sueño
Tendiendo sus leves álas,
Aduerme su fantasía
Entre ilusiones amadas.
III
Y mientras el conde sueña
Con su niñez alhagüeña;
Mientras soñando se olvida
Que es ya para siempre huida
Su esperanza mas risueña,
A la memoria traer
Podremos la grata historia
De su infancia, y comprender
Porqué le hace padecer
Aquella dulce memoria.
En esos días dichosos
De la edad siempre querida
Que se alejan presurosos,
En los años venturosos
De la aurora de la vida.
En esa infantil edad
De alegría y de candor
Y grata felicidad
En que es el placer verdad,
En que es mentira el dolor;
Cuando hay flores y no abrojos,
Cuando no alteran la calma
Ni desencantos ni enojos.
Ni lágrimas en los ojos.
Ni pasiones en el alma.
Gozoso el conde vivía,
Y en el castillo crecía
Bajo el materno cuidado,
A las artes entregado
Que á su rango convenía.
Como cumple á caballeros,
En el caballo y la lanza
Le adiestraban los guerreros,
Y en él, sus fieles pecheros
Colocaban su esperanza.
En otro fuerte almenado
Por un río separado
De su castillo y su villa,
Un hidalgo de Castilla
Valeroso y arruinado,
Tranquilo y feliz moraba
De armas y negocios lejos;
De la corte se olvidaba,
Y su ventura cifraba
Tras aquellos muros viejos,
En una adorada esposa,
Y en una niña nacida
En esta tierra dichosa,
Tan alegre y tan hermosa
Como su patria querida.
Y por Dios que se digera
Que un rajo de sol formó
Su dorada cabellera,
Y que á la rosa hechicera,
Su vivo carmin robó.
El límpido azul copiaron
Sus ojos, del puro cielo,
Donde sus luces brillaron,
Y cuyos rayos templaron
De las pestañas el velo.
Y crecía la doncella.
De su edad en los albores
Siendo del valle la estrella;
La flor mas pura y mas bella
De la tierra de las flores .
Cuando la tarde caía,
Con una dueña salía
Y al fresco prado bajaba.
Donde el perfume aspiraba
Del campo de Andalucía.
Allí al mísero indigente
Tendia su blanca mano
Ausiliándole clemente,
Y bendecían su frente
El huérfano y el anciano.
Y siempre en el bosque umbrío
O en las orillas del río,
Al volver, al conde hallaba
Que cual ella paseaba
Todas las tardes de estío.
Algún preceptor severo
Al joven señor seguía,
Que ya garrido y ligero
Sobre su caballo obero,
Por la llanura corría.
Pero siempre se apeaba
A los pies del montecillo
Donde el fuerte se asentaba,
Por do la niña pasaba
Para volver al castillo.
En sus juegos infantiles
A su placer entregados,
Aquellos niños gentiles
Gozaban en los pensiles
Alegres y descuidados.
Y el dulce y feliz acento
De sus voces y sus risas,
Se mezclaba con el viento,
Y con el blando lamento
De las hojas y las brisas.
Flores el conde arrancaba
De aquellas sierras amenas
Con que guirnaldas formaba,
Y á la hermosa coronaba
De silvestres azucenas.
Mas los años trascurrieron.
Entrambos niños crecieron,
Y él mas apuesto, y mas bella
Y mas seductora ella,
Con los nuevos años fueron.
Catorce abriles contaba
La joven encantadora;
Él, en diez y seis frisaba,
Y ya en sus frentes brillaba
De la juventud la aurora.
Una tarde el caballero
Triste vagaba y á pié
Sin preceptor ni escudero,
Por el florido sendero
Donde á la doncella vé.
Los ojos de vez en cuando
Hácia el castillo volvia
A alguien sin eluda esperando,
Y en algo quizás pensando.
Por la colina subia.
A la antigua fortaleza
Distraído se acercaba;
Y del bosque en la maleza
Vió que la gentil belleza
Hácia él, ligera llegaba.
—«Gracias á Dios;» dijo el conde,
Que al fin quiere que te halle;
¿Por qué tu beldad se esconde?
¿Dónde has estado? responde;
No has ido al rio ni al valle?...»
—«No;» la niña respondía
Con tristeza;—«no salí
De mi estancia en todo el dia;
Y vengo... porque... queria...»
—«¿Qué?»—«Despedirme de tí.»
—«¿Dejas esos muros viejos?
Quizás tus padres irán
De Córdoba á los festejos...»
—«No, Juan, que será mas lejos;
Mucho mas lejos, mi Juan.
«Mi padre que ya olvidado
Há muchos años vivia
De negocios separado
Y en su castillo encerrado
Feliz su vida corria,
«Sus vasallos y su tierra
Y nuestra querida sierra,
Deja, saliendo mañana
Con la hueste castellana
Para la distante guerra.
«Que ya cansado se siente
De esta solitaria vida;
Y allá á la Italia, valiente
Quiere marchar con su gente
Tras la gloria apetecida.
«Mi madre y yo partiremos
A la corte; pues allí
Deudos y amigos tenemos,
Y no quiere que quedemos
Mi padre, solas aquí.
«Ya con el gran capitán
Se embarcan en las galeras
Los hidalgos que allá van;
Fuerza es dejar mis riberas,
Mi valle y mi rio: Juan.»
—« Con que partes...
¡cuan hermosa,
Dijo el conde, brillará
Allá en la corte dichosa,
La pura y naciente rosa
Que encanto á la sierra dá!...
«Allí dicen que hay placeres
Cuantos sueña el pensamiento;
Lucirás, pues bella eres;
Serás feliz; ¿mas qué quieres?
Pienso alegrarme y lo siento.
«Lo siento; ya en la pradera,
No hallaré tanta fragancia
La vecina primavera.
Sin mi dulce compañera.
Sin mi amiga de la infancia.
«Ya por los montes aquellos
Vagaré triste y á solas.
Sin verte jamás en ellos;
Ya no ornaré tus cabellos.
De azucenas y amapolas.
«Ya nunca á los ruiseñores
Oiremos cantar aquí
De la luna á los fulgores...
¡Qué tristes serán las flores!...
¡Qué tristes serán sin tí!...»
—«Yo también siento dejar
Este apacible lagar
De la corte por el brillo;
Y aquese viejo castillo
Que abandono con pesar.
«Mas vivirán en mi mente
De estos lirios los aromas;
De ese arroyo la corriente;
Esa colina, esa fuente,
Donde beben las palomas.
«Y aun mas; nunca olvidaré
En el suelo castellano
Al amigo que dejé;
El que siempre tierno fué
Mas que un amigo, un hermano.»
—«¿Conservas Constanza mia
Algunas flores de aquellas
Que te daba cada día,
Y que para tí cogia
Entre las flores mas bellas?
—«Si.»-«Pues guárdalas, hermosa;
Y al volver de los torneos,
Contempla una mustia rosa,
Y recuerda cariñosa
Nuestros alegres paseos.»
—«¡Oh, si; que nunca en mi vida
Nuestra infancia olvidaré…»
—«Y yo, tu imágen querida,
Siempre en la sierra florida
Como en mi pecho veré.»
—«Adiós Juan.»-«Adiós Constanza;
Adiós; mi mente no alcanza
Porqué el alma se estremece…
¡Ay Constanza!... me parece
Que te llevas m i esperanza!…»
———————————
Así el mancebo decia;
Las lágrimas contenia,
Y de la niña amorosa,
Bajo su mano ardorosa,
Temblar la mano sentia.
Por un instante callaron;
Y en él aun mas se digeron,
Pues sus lágrimas hablaron..,
Llorando se separaron,
Y á sus hogares volvieron.
Y al brillar el nuevo dia
El joven conde sin calma,
Desde una torre veia
Que su Constanza partía
Y se llevaba su alma!...
————————————
Ya diez años han pasado;
El conde en la corte ha estado,
Y al preguntar por su bella,
Ninguna noticia de ella
Nadie en la corte le ha dado.
Y hoy su mente adormecida
Aun sueña con su Constanza
Y con su niñez florida;
Pero el infeliz olvida
Que ha perdido la esperanza!
IV
¿Quién al vogar por los mares
Borrascosos de la vida,
Su adolescencia querida
No recuerda con placer?
¿Y quién con amor no torna
Al retiro silencioso,
Que aun conserva misterioso
Ese recuerdo de ayer?
El castillo ceniciento
Entre encinares velado
Donde aquel noble olvidado
Tranquilo y feliz moró,
Donde Constanza creciera
De la sierra entre las flores,
Al perder á sus señores
Todo su encanto perdió.
Ya en la graciosa colina
Por donde niña bajaba .
Y donde al conde encontraba
De los valles al volver,
Los huertecillos no existen
Que placenteros formaron,
Y sus rosas se agostaron
Para nuncaflorecer.
Mas en los álamos verdes
Los nombres se contemplaban,
Que ellos un tiempo gravaban;
Un tiempo de bien fugaz.
Y aun gemía el vientecillo
Entre las selvas sombrías,
Como en los plácidos dias
De la inocencia y la paz.
——————————
En una tarde apacible
De esas límpidas y bellas,
Una tarde como aquellas
De juvenil ilusión,
Por la ribera una dama
Y antigua dueña subian,
Y dos pages las seguían
Con birrete y con blasón.
Iba la dama ligera
Por la colina trepando,
De su infancia recordando
La envidiable soledad;
Y entre la brisa olorosa
Que sus rizos agitaba,
Aun creia que aspiraba
Los perfumes de otra edad.
Al fin, del fuerte atraviesan
Las antiguas galenas,
Por las cuales otros dias
Alegre turba cruzó;
Y por la que ja tan solo
Estiende su vuelo errante,
La golondrina constante
Que en sus torres anidó.
Y en el hogar apagado
A cuya lumbre escuchaba
Al romero que tornaba
Sus aventuras contar.
Donde en las noches de invierno
Mientras la lluvia caía
Al fiel trovador oia
Raras historias cantar,
Triste, absorta permanece;
Que allí de su noble padre,
Allí de su tierna madre
Las sombras augustas vé;
Y de sus Cándidos ojos
Dos puras lágrimas ruedan,
Que solo en su pecho quedan.
Memorias del bien que fué.
Desde la altiva muralla
Tras de las pardas almenas
Do tantas noches serenas
La blanca luna admiró,
Contempla el vasto horizonte
Que magnífico se estiende,
Y el rojo sol que desciende,
Y así á la anciana le habló:
—«¿Recuerdas Guiomar, recuerdas
Los crepúsculos suaves
En que entonaban las aves
Su dulcísimo cantar.
Cuando, contigo risueña
A los villares bajaba
Y venturosa cruzaba
El verdinegro olivar?
«¡Oh mi Guiomar! ¡cuán distintos
Eran los dias aquellos,
En que de los prados bellos
Gozábamos el verdor!
En que pasaban los años
En tranquila bienandanza,
Sin zozobra ni esperanza,
Sin afanes ni temor.»
—«Señora, Guiomar repuso;
Cuando á Italia vos partisteis
Do vuestro padre perdisteis
Esposo digno al hallar,
¿Cómo imaginar que un tiempo
A estas montañas tornárais,
Y que siempre os acordárais
De vuestra pobre Guiomar!»
—«¡Oh cuantas horas de luto
Cubrieron mi amarga vida!
Mi madre, Guiomar querida
Presto en Castilla murió;
Y yo con mi anciano padre
Partí para estraña tierra,
Donde el furor de la guerra
Con estruendo resonó.
«Un dia, ¡dia terrible!
Con una profunda herida,
Mi padre casi sin vida
Cayó en la tremenda lid;
Y yo le vi moribundo...
Y sus palabras postreras,
Cual santas leyes severas
Resonaron para mí.
«Al par que yo, le velaba
Un ilustre caballero.
Que allá en el combate fiero
Violo á su lado caer:
El, de consuelos amantes
Mi triste pecho inundaba,
Y del anciano endulzaba
El acerbo padecer.
«Y cuando de nuestros brazos
Arrancábale impia muerte.
Con débil voz, de esta suerté
Por última vez habló:
—«Don Alvaro, vos sois noble;
Sobre esta tierra apartada
Mi hija queda abandonada;
Velad por ella cual yo.
«Entonces el buen hidalgo,
Mi trémula mano asiendo
Y de rodillas cayendo
Ante el lecho, dijo así:
—«Yo por el Dios que nos oye
Hacerla mi esposa os juro;
Morid Don Pedro seguro.
Que otro padre tendrá en mí.»
«Así, generoso apoyo
En mi orfandad me tendia;
De mi padre la alegría
Brilló en la pálida faz:
Espirante nos bendijo;
Y nuestras manos uniendo,
Su alma de la tierra huyendo
Subió á los cielos en paz!…»
Calló aquí doña Constanza;
Y de su pupila hermosa,
Una lágrima amorosa
Tranquila se deslizó:
Fijando en la casta luna
Melancólica mirada.
En su recuerdo estasiada
Por largo tiempo quedó.
Mas una voz conocida
Que una trova ó un lamento
Lanzaba débil al viento,
La hizo en si propia volver.
Pues esa antigua balada
Es de su infancia la historia;
Es una grata memoria
De su existencia de ayer.
—«¿Escuchas Guiomar?» la dama,
Dijo confusa á su dueña;
«Es la canción halagüeña
Que otro tiempo entoné yo.»
—«La trova, Guiomar responde,
Que en este sitio, á esta hora,
Don Juan para vos, señora.
Enamorado cantó.»
—«¡Oh! partamos, dueña mia!...
No debo escucharla hoy.
Pues ya la niña no soy
Que se la supo inspirar;»
Dijo en su litera entrando;
Y bajo su blanco velo.
Oculta la faz de cielo
Un sollozo al exhalar.
Pero al bajar la colina,
Como otro tiempo dichoso,
Al jóven conde amoroso
Sobre su caballo vió:
Con respeto saludóla;
Y un suspiro lastimero.
El infeliz caballero
Dentro de su pecho ahogó.
—————————
¿Porqué el conde aun amante vagaba
A la falda del monte feráz?
¿Y la trova porqué recordaba
Que otro tiempo entonara fugáz?
¿Porqué en mágico sueño estasiado
Halagaba su blanca ilusión?
¿Porqué ¡ay cielos!
porqué, si ha dejado
La ventura su gran corazón?
Por los sitios do grato vivia
Su recuerdo constante de ayer,
Al tornar solitario, sentia
Inefable, tranquilo placer
¿Mas qué fué de su encanto querido?
¿Por qué triste abismado en su mal
Há la calma bendita perdido,
Corre en pos de insensato ideal?
¿Tanto puede un recuerdo borrado
De la dulce apacible niñéz?
¡Era un fuego ya casi apagado
Que potente renace otra vez!...
Solo busca su vista un objeto,
En el agua, en la selva, en la flor;
Y ocultando implacable secreto,
Vierte á solas su llanto de amor.
Y al vagar por los gratos lugares
Que admiraran su bien y solaz,
A ellos cuenta sus lentos pesares;
A ellos pide del alma la paz.
En la orilla del plácido rio.
La paz busca que rápida huyó;
La paz busca en el bosque sombrío;
La paz ¡ay! que por siempre perdió..
Y ni selvas, ni ríos, ni flores
A su pecho la pueden volver;
Todo en mudo lenguaje de amores.
Solo alcanza su duelo acrecer.
¡Ay del hombre sin dicha entregado
A violenta indomable pasión!
¡Ay del hombre á luchar condenado
Con su mísero y fiel corazón!
V
Es una hermosa mañana;
Huyen los luceros tímidos,
Ante el sol que alza brillante
Por el Oriente su disco.
Torna la sierra á la vida;
En los bosques escondidos.
Cantan alegres las aves,
Corren bullendo los rios.
Abrense á la luz las flores,
Y abandonando sus nidos,
Cruzan águilas caudales
El ancho espacio vacio.
Y ya pages.y escuderos
Con canciones y con gritos.
Grande algazara promueven
De Don Juan en el castillo.
Los alazanes adornan
Con caparazones ricos,
Y con ligeros penachos
Que acaricia el vientecillo.
Doquier, arneses se admiran;
Doquier, ricos atavios,
Y cintas de mil colores,
Y lanzas de acero fino.
Del conde los escuderos,
Limpian las armas activos,
Y alegres corren sus potros
Los jóvenes pagecillos.
Unos, ornan sus birretes;
Otros, sus cascos bruñidos;
Este, la malla se viste;
Aquel, suspende un anillo;
Y caballeriza y parque
Son confuso laberinto
De voces y de pisadas.
De carreras y relinchos.
——————————
Tan solo Don Juan en tanto,
Triste, absorto, pensativo,
Abismado permanece
En pensamientos distintos.
Y es, que aquese movimiento,
Aquese marcial ruido,
Aquellas galas que brillan,
Aquellos preparativos,
Un grato festín anuncian
Que dar quiere en su delirio,
A la hermosa de sus sueños,
Al bien que llora perdido;
Pues todos los ricos-hombres
De los estados vecinos,
Festejan á los ilustres
Y nobles recienvenidos;
Y él, mas que todos galante
Oculta su mal impío,
Y un gran torneo prepara
En su opulento castillo.
Por eso corren los pages;
Por eso es todo bullicio,
Y llora Don Juan á solas
Sus amantes desvarios.
——————————
En tanto el sol avanzaba
A mitad de su camino,
Dando mas vida á la selva,
Dando á las flores mas brillo.
Todo animación respira;
Y los señores, festivos,
En el alcázar penetran
De sus donceles seguidos.
Este, con su verde banda,
Pinta su esperanza altivo;
Aquel, con la azul, demuestra
De los celos el dominio.
Y llegan después las damas,
A cuyas planta.s rendidos,
Los caballeros ofrecen
Bandas, cintas y albedrio.
De Doña Constanza allí,
Luce el rostro peregrino.
Siempre envidia de las bellas,
Siempre de beldad prodigio.
Don Juan entra en el palenque
De cuatro pages seguido,
Y aunque gallardo se muestra
Y es en lo cortés el mismo,
Todos notan en sus ojos
Algo de triste y sombrío;
Todos su divisa estrañan,
Y alegórico vestido;
Y este recamada luce
Del color verde-amarillo,
De que se tiñen las hojas
Pasado el ardiente estío.
Cuando suspirando caen
De sus árboles queridos,
Al .soplar las blandas brisas
Hijas del otoño tibio.
Sobre su casco acerado
Brillante como el sol mismo,
De color igual, el viento
Agita penacho rico.
Y en su escudo por divisa,
Un árbol vése marchito;
De él ruedan las hojas mustias,
De él huyen los pajarillos.
Debajo se ostenta solo
Un verso por mote escrito.
En que con asombro leen:
En que con asombro leen:
«Está mi pecho lo mismo...»
Pero los clarines suenan;
Dáse á la fiesta principio;
Y en vez de lanzas fornidas.
Los hidalgos aguerridos.
Débiles cañas manejan
Con las que muestran su brio.
Todos el color que eligen
Honrar quieren atrevidos,
Y en los ojos de sus damas
Buscan al valor estímulo.
Aqui, miradas se cruzan;
Allí, se cruzan suspiros,
La animación acreciendo,
De la fiesta entre el bullicio.
Luego que rompen las cañas,
Corren ramos y. morillos.
Que á sus clamas cual trofeos
Ofrecen después rendidos.
Don Juan su caballo deja,
Y subiendo al balconcillo
Donde está Doña Constanza
Que es su vida y su martirio.
Ante ella de hinojos puesto
Enamorado le dijo:
—«Vos señora sois la reina
De este festin que os dedico;
Vos que sois el ástro bello
Que dá á la sierra atractivo,
Aceptad esta sortija;
Yo condesa os lo suplico.
Por nuestra amistad pasada,
Por nuestra amistad de niños.»
Besó su mano galante,
Ella recibió el anillo,
Pero de carmin cubrióse
Su megilla al recibirlo.
Dióle las gracias modesta;
El conde lanzó un suspiro,
Y de Don Alvar los ojos
Que tiene sobre ellos fijos.
Estraña espresion tomaron;
Palideció de improviso,
Dándole fuerte y convulso
El corazón un latido.
— — — — — ————
En su cámara lujosa
Don Alvar con voz sombría,
Aquella noche decia
A su bellísima esposa:
—«¿Qué amistad señora es esa
De la que el conde os habló
Cuando la sortija os dio?…
¿No me respondéis, condesa?
«Vos al conde conocíais;
Pero ¿porqué ¡vive Dios!
También os turbásteis vos
Cuando al conde respondíais?»
—«¿Turbarme decís? no á fé;
Yo le conocí, es verdad.
Allá en la primera edad
Que en estos valles pasé.
«Desde entonces, hasta ahora
Que no le he visto sabéis:
Pero acaso dudareis...»
—«¿Y sus colores, señora?
«Ya visteis que en su blasón
Un árbol seco lucia,
Y que en el mote decia:
Tal está m i corazón.
«El verde triste y oscuro
Que esmalta las hojas yertas,
¿De sus ilusiones muertas
No es el emblema seguro?
«¿Y acaso no se os alcanza
Que sus perdidos amores
Rueden como secas flores
Del árbol de su esperanza?»
—«Bien puede ser:» la señora
Con voz dulce contestó;
«Mas su historia, no sé yo
Qué os hace pensar ahora.
«¿Dudáis de mi honor quizás?
¡Oh Don Alvar!... si así fuera
Mi vida gustosa diera
Porque no dudarais mas!»
—De tí no, Constanza mia;
Pero vi la turbación
Con que imprudente, traición
A sus secretos hacia.
«El dolor ó la tristeza
Veo en sus ojos pintados;
En sus ojos, que clavados
Siempre tiene en tu belleza.
«¿No es fácil que aquel cariño
Que un tiempo te profesaba
Y que inocente guardaba
En su corazón de niño,
«Hoy ya con distinto nombre
Se alce mas fuerte que ayer
Dominando á su placer
En su corazón de hombre?»
—«¡No; no!»-«¡Don Juan desdichado
Si á locos, sueños te arrojas!
¡Si anhelas volver sus hojas
A aquel árbol deshojado!...»
Tal dijo el conde, y salió;
Dio un golpe la rica puerta,
Y sola, abrumada, yerta,
Doña Constanza quedó.
VI
|Ay triste del que siente
La llama de los celos,
Alzarse allá, en su alma
Turbando su razón!
¡Ay triste del que vive
Luchando en sus desvelos,
Sin que á vencer alcance
Su amante corazón!
¡Ay del que acoge incauto
Una sospecha impía.
Que crece y se agiganta
Con ímpetu cruel!
¡Ay del que amando muere
Y llora noche y dia.
Sin que un suspiro deba
Lanzar su pecho fiel!
¡Ay del que abriga celos,
Que róbanle la calma!
¡Ay del que calla y sufre
A solas su dolor!
¡Ay del que á horrible duda
Entrada dió en su alma,
¡Y, ay del triste que siente
Sin esperanza amor!...
——————————-
Así sufriendo entrambos,
Entrambos también callan,
En lucha desmedida
Con un eterno afán:
Así en letal silencio
Sin reposar batallan,
Don Alvar con sus celos
Y con su amor Don Juan.
¡Don Juan! que mas que nunca
Enamorado, ardiente.
Cede al impulso loco
De su fatal pasión;
Y entre recuerdos dulces
Su enardecida mente,
Exáltase forjando
Un mundo de ilusión.
Por eso repetía
La trova deliciosa
Cantada en otro tiempo
De bien, que huyó fugaz:
Y llora la edad bella
Que ya pasó dichosa,
Y llora la dulzura
De su perdida paz.
Borrar en vano intenta, Inquieto, delirante.
La imágen seductora
De la beldad gentil;
A cuyo influjo siente.
Pues que la adora amante,
Adormecerse el alma
Entre delirios mil.
¡Mas ay! que mientras sueña
En ciego desvario,
Hay otro que en sus ojos
Leyendo está su mal.
Y que sumida el alma
Tiene en pesar sombrío,
Sintiendo de los celos
El aguijón fatal.
Don Alvar, que confuso
Sorprende sus miradas,
Sus lánguidos suspiros,
Su desdichado amor;
Y luchan en su mente
Ideas encontradas,
Que encienden en su pecho
La saña y el rencor.
Por eso entrambos nobles
A odiarse presto llegan:
La dicha de Don Alvar
Envidíala Don Juan;
Y su soñada injuria
Tanto á Don Alvar ciega,
Que su despecho insano
Oculta apenas ya.
¡Ay del que abriga celos
Que róbanle la calma!
¡Ay del que calla y sufre
A solas su dolor!...
¡Ay. del que á horrible duda
Entrada dió en su alma!
¡Y ay del triste que siente
Sin esperanza, amor!...
Era un espléndido dia;
El sol radiante doraba
Los campos de Andalucía,
Y el bullicio y la alegría
Por los montes comenzaba.
Del Zuja por las riberas,
Por los empinados cerros
Y por las verdes praderas,
Caza van dando á las fieras
Hombres, caballos y perros.
Y mientras los cazadores
La res en el monte alcanzan
Que acechan los ojeadores,
En el viento los azores
Sobre las aves se lanzan.
Que si al noble caballero
Faltan contrarios y guerra
Donde ejercitar su acero,
Buscarlos sabe altanero
En el aire y en la tierra.
Por eso por las cañadas
Y por las hondas quebradas
Los cuernos suenan y yoces,
Y tropeles y algaradas
De cazadores veloces.
Y las fieras, escondidas
En los bosques ignorados,
Abandonan sus guaridas
Bramando de furia, heridas
Por los dardos acerados.
El ciervo al monte se lanza,
A él se arroja el javalí
Sin aliento n i esperanza.
Plasta que la muerte alcanza
A manos de un hombre allí.
Y no existe monstruo fiero
Ni ave sencilla, á quien guerra
No dé el osado montero.
Con el halcón ó el acero.
En el viento ó en la tierra.
Tales son las fiestas, pues,
Y la alegre montería
Que dá Don Alvar tal es,
A sus amigos, cortés,
A quienes honrar quería.
Que si todos le sirvieron,
Así á todos corresponde
Galán, si galantes fueron;
Y está entre los que vinieron
De Belalcazar el conde.
Mas falta el sol de la sierra;
La flor mas encantadora
Que en aquel valle se encierra,
Pues que la caza le aterra
A la sensible señora.
Eso Don Alvar decía,
Su ausencia así disculpando;
Pero todo el que lo oía,
Malicioso sonreía
De su certeza dudando.
El conde que no le oyó,
Por la hermosa castellana
A su esposo preguntó:
Aqueste se dirigió
Hácia una selva cercana;
Y,—«para bien contestar
A lo que anheláis saber,
Venid Don Juan al pinar,
Pues que de honor al tratar
Solos por Dios ha de ser.»
Dijo con. voz alterada.
Don Juan, sus pasos siguió,
Y en una selva apartada
De viejos pinos formada,
Tras de Don Alvar entró.
Largo tiempo razonaron,
Empero ninguno oir
Pudo lo que allí trataron,
Y como no lo escucharon
Yo no lo puedo inferir.
Alto conversando están;
Mas que dicen solo sé,
Cuando las manos se dan:
—«Hasta mañana Don Juan.»
—«Don Alvar, no faltaré.»
Momento después, salió
Don Juan, que fuera de si
En su caballo montó,
Y colérico de allí
A trote largo partió.
—————————
Iba declinando el día;
El sol que ya se ocultaba
Los altos montes teñia,
Y en sombra el valle yacia
Que la luna plateaba.
Aun ilumina el otero
La ya moribunda luz,
Y á su castillo severo
Se dirige el caballero
Sobre un caballo andaluz.
Y en su angustioso pesar
Hijo de celos y amor,
Siente su alma desgarrar,
Pues que ella le manda amar
Y se lo veda el honor.
Así, no cuida de nada
De cuanto allí le rodea;
Ya está la noche cerrada,
Y él prosigue su jornada
Sumergido en una idea.
De repente, un vago son
Llegado en alas del viento
Resuena en su corazón;
Que tocan á la oración
Las campanas del convento.
Detiénese el conde y reza
Los ojos tristes alzando,
Destocada la cabeza;
Y á pensar con calma empieza,
En lo que viene pensando.
Que á un crimen le arrastra vé,
Quizás su propia razón;
Aunque necesario fué
Aceptar; pero con fé,
Vuelve á Dios su corazón.
Cuando interrumpiendo osado
La oración que al cielo ofrece.
Un hombre mal ataviado,
Alto, moreno, tostado,
Ante Don Juan aparece.
—«Hablaros, buen conde, quiero.»
Dijo; y él le respondió:
—«En mi castillo os espero..»
Siguió andando el caballero
Y el hombre detrás siguió.
Llegaron al recio puente,
Cayó el pesado rastrillo,
Pasó el mancebo impaciente
Y tras él osadamente
Subió el villano al castillo.
—«Habladme, pues, ¿qué queréis?»
—«Os hablaré, caballero.
Cuando a solas os quedéis.»
—«¿A solas?»—«¿Quizás teméis?»
—«¡Mal me conoces, pechero!...»
Luces dos pages entraron
En lámparas de metal;
Los pages se retiraron,
Y solos ambos quedaron
En la cámara condal.
—«Y bien; hablar ya podéis.»
Dijo; y él le respondió
Con lúgubre voz:—«¿qué hacéis?
¿Os arrepentís?..; ¿no veis?…»
—«¿De qué me arrepiento yo?»
—«¿No anheláis acaso dar
La muerte á quien la alegría
Os supo aleve arrancar,
Haciéndoos, conde, llorar
Vuestros celos noche y dia?
«Nadie el duelo ha de saber;
Yo os presto, Don Juan, mi ayuda,
¡Ah! ¿no llegáis á entrever
Que vuestra esposa ha de ser
De Don Alvar la viuda?»
—«¿Quién eres? hombre ó visión
Que penetras los intentos
Que abriga m i corazón?
¿Cómo infernal ilusión
Leer puedes mis pensamientos?»
—«Eso no te importa, conde;
Sé todo lo que en tu mente
Y en tu corazón se esconde;
A mi demanda responde:
Lo que tu valor intente,
Protegerá mi poder,
Calmando tu ardiente afán;
Daréte gloria, placer…
—«Mas no alcanzo á comprender…»
—«Veréislo aerora Don Juan.»
Dijo: y las luces con furor matando,
Siniestro rayo de sus ojos lanza,
Que en el oculto camarín brillando
A disipar la oscuridad alcanza.
Dió un grito el caballero de pavura;
Mas las palabras fascinado oia,
Con que un mundo de bien y de ventura.
De amores y de -triunfos le ofrecía,
Presentándole en mágicas visiones
Los ensueños de dicha y bienandanza,
Las brillantes y ricas ilusiones
De sus dias de paz y de esperanza.
Y de quimera en plácida quimera
Se lanzaba su loca fantasía,
Mientras que lucha despiadada y fiera
Entre opuestas pasiones sostenía.
Mas venció el bien: de su estupor saliendo.
—«Tentador, huye:» confundido exclama:
Y hácia Dios el espíritu volviendo
Cuyo poder en su defensa llama,
Firme resiste su halagüeño encanto;
Firme su saña; su amenaza impia;
En los pliegues se envuelve de su manto
Donde la cruz de Alcántara lucia;
Y ante la enseña que ostentó sagrada,
Dió aquel hombre tan lúgubre gemido
Y le lanzó tan infernal mirada.
Que del mancebo se turbó el sentido.
Un momento después vuelto á la vida
A solas en su cámara encontróse;
Que ya la horrible aparición rendida,
Como niebla en el viento disipóse.
Huir entonces los enojos
De su corazón sintió;
Se humedecieron sus ojos,
Y ante una imágen, de hinojos
Humildemente cayó.
VII
A la mañana siguiente
Cuando la aurora brillaba
Y el rojo sol levantaba
Tras de los montes su frente,
Dos hidalgos caballeros
A los que dieran por tales
Sus aposturas marciales
Y el crugir de los aceros,
El verde olivar cruzaron
Ligeros y silenciosos,
Y entre los pinos frondosos
De una selva se internaron.
—«De aquí no pasemos ya:»
Dijo uno con voz de trueno;
Y el otro de calma lleno,
Respondióle:—«Bien está.»
—«Tirad, Don Juan, de la espada,
Y acabemos de una vez:»
Prorumpió con altivez
Ya la faz desembozada
Don Alvar, que de mal grado
La cólera reprimía,
Cuando a saciarla coma
Impaciante y despechado.
Y con semblante altanero
En guardia se colocó,
Y decidido exclamó:
—«Acometed; que os espero.»
—«Nunca; nunca; fuera en vano;
(Huid, pensamientos impios.
Cual huyen los odios mios:)
Esta es Don Alvar mi mano.»
Y prosternado Don Juan,
Al suelo arrojó su espada:
En él clavó una mirada
Don Alvar lleno de afán;
Y así un instante pasaron
En silencio reflecsivo,
Y uno triste y otro, altivo,
Tal diálogo entablaron.
—«¿Qué hicisteis, Don Juan?»-«Señor
Comprenderlo no podéis.»
—«Esplicármelo debéis.»
—«No lo exijáis por favor.»
—«Alzad, Don Juan, ese acero,
Y cual buenos cancluyamos.»
—«Imposible es que midamos
Nuestras armas, caballero.»
—«Don Juan me admiráis á fe;
Y si otro que vos lo hiciera,
Que tuvo miedo dijera
Quien nunca vencido fué.»
—«Y si otro conde, que vos
Cobarde á mí me llamara,
Lengua y vida le arrancára,
Por no oirlo, ¡vive Dios!...»
—«Reñid pues; ¿porqué dudáis?
¿No sabéis ya, por los cielos
Que tengo en el alma celos,
Celos que vos inspiráis?
«¿Y que cuando el pecho arde
Con este anhelo profundo,
No hay imposible en el mundo
Que su venganza retarde?»
—«Celos tengo también yo;
¿Vos, Don Alvar, ignoráis
Cuando cobarde llamáis
A aquel que nunca temió,
«Que menos valiente fuera
Si me arrancára la vida,
Pues aquesta lid reñida
Conmigo no sostuviera?
—«Pero...»—«Lid horrenda; sí:
Y escuchad, señor, en calma,
Pues voy á abriros mi alma.
Cual nunca á nadie la abrí.
«Yo amé con loca pasión
A vuestra Cándida esposa,
Y aun de su imágen hermosa
Lleno está mi corazón.»
—«¡Y, osáis decir?…» —«Yo la amé
Con ese casto cariño.
Con que en otro tiempo, aun niño,
Mi alma, pura le entregué.
«Pasó mi infancia querida;
Pero nunca se borró
Su memoria, que quedó
Con mi esencia confundida.
«Quizás un tiempo existiera
Ese recuerdo dormido;
Quizás yo propio he creido,
Que muerte su sueño fuera.
«Pero llegó á despertar,
Y, ¡ay! al despertar halló
Que entre nosotros alzó
La desventura un altar.
«Entonces, conde, luché;
Y de mi amor á despecho,
Quise, arrancar de mi pecho
La imágen que tanto amé.
«Y aunque olvidarla debia,
Y aunque intentase olvidarla,
Me era tan dulce el amarla,
Que amarla siempre queria.
«Por harto tiempo invoqué
La virtud y la razón;
Mas al fin á mi ilusión
Ciegamente me entregué.
«Vos leísteis en mis ojos
El afán, que me afligía;
Perdisteis vuestra alegría;
Sentisteis celos y enojos:
«Yo, envidiaba la.ventura
Que os depararon los cielos;
Cada dia vuestros celos
Crecian cual mi locura,
«Y por eso nos odiamos
Don Alvar; por eso ayer,
Tras de tanto padecer,
A morir nos provocamos.
«Y hoy mismo con saña impia
Vengarnos quisimos fieros,
Manchando nuestros aceros
Con vuéstra sangre ó la mia.»
—«Eso mismo anhelo yo;
Si ofenderme confesáis
¿Porqué, decidme, dudáis?
¿No queréis batiros?»—«No:
«Y aunque sonrojo cual veis
Me cueste, debo deciros,
Que solo vine á pediros
Conde... que me perdonéis,»
—-«¿Qué os perdone?...»-«No creáis
Que miedo á la muerte guarde;
Si me tenéis por cobarde,
Juro á Dios que os engañáis.
«Pues para dar este paso
Que no me dicta el temor,
Es menester mas valor
Del que imagináis acaso.»
—«¿Creeros cobarde? no tal;
Que siempre os tuve igualmente,
Por hidalgo y por valiente,
Aunque fuerais mi rival.»
—«Y si hoy veis mi digna espada
A vuestras plantas rendida
Cual no la tuve en mi vida
Ni por nadie ni por nada,
«Si el perdón apetecido;
Os ruego con insistencia.
Para calmar mi conciencia
Hago aquello, y esto pido.»
Un momento pavoroso
A esta respuesta siguió:
A esta respuesta siguió:
Don Alvar lo contempló
Sorprendido y silencioso;
Mas su espada envaina luego
Clamando:—«Vivid en calma;
Pues es muy noble esa alma
Que hoy admiro, si odié ciego.
«Y plegué al cielo piadoso
Que ese delirio olvidéis,
Así en la tierra hallareis
Ventura, paz y reposo.»
—«Ya mi esperanza ha pasado
De este mundo; quiera Dios,
Que seáis tan dichoso vos
Como yo desventurado.»
Y las manos se tendieron
Un juramento al hacer,
Y el rencor desaparecer.
Entrambos nobles sintieron.
Algunas frases cambiaron,
Dejaron la selva umbria,
Y la vereda que guia
A sus castillos tomaron.
————————————
Pocos dias trascurridos,
Ante su puerta se hallaban
Constanza y Alvar, que estaban
A partir apercibidos.
Y literas y corceles
Do quiera se disponían,
Doquier iban y venían
Pages, dueñas y donceles.
Pero todos ignoraban
Porqué partir han dispuesto;
Porqué á la corte tan presto
Los señores se tornaban.
Constanza llora al perder
Otra vez su hermosa tierra,
Al abandonar la sierra
Do acaso no ha de volver.
Mas los instantes pasaron,
Y condes, dueñas, donceles,
De aquellos ricos vergeles
Para siempre se alejaron.
Y cuando tal sucediera,
De Don Juan no se sabia;
Ni adivinarse podia
A dónde partido hubiera.
Mil comentarios se hicieron,
Pero nada averiguaron;
Mil historias se inventaron
Que por la villa corrieron.
En la aldea y el alcázar,
Hallarlo, en vano han querido,
Y nadie sabe qué ha sido
Del conde de Belalcazar.
VIII
Era una noche límpida y serena;
La blanca luna en el cénit brillaba,
Y tristemente los dormidos campos
Con sus rayos purísimos bañara.
Todo es silencio, soledad, reposo;
Todo en la sierra deliciosa calla;
Solo se escucha al ruiseñor doliente,
Que allá en la selva sus amores canta.
Solo se escucha el murmurar suave
De algún arroyo que su linfa arrastra;
Solo se escuchan los amantes besos
Con que á las flores acaricia el aura.
¡Dulce silencio que á pensar convida!
¡Noche tranquila de apacible calma!
¿Quién al mirar tu luna y tus estrellas,
A otro mundo su espíritu no lanza?
¿Quién no percibe en tu misterio escrita
La escelsitud del Hacedor sagrada?
¿Quién ¡oh noche feliz! bajo tu imperio
Su poderosa magestad no aclama?
Sí, todo duerme; y á la orilla amena
De una sonora virginal cascada,
Allá en un valle que formó natura
En el seno feráz de la montaña.
Donde el naranjo y limonero crecen,
Donde las flores su perfume exhalan,
Imponentes, severos, misteriosos,
De un convento los muros se levantan.
Tras ellos, verdinegros y sombríos
De los cipreses álzanse las ramas,
Y blanca cruz ante su puerta vese
Al tibio rayo de la luna clara.
¡Un monasterio! plácido retiro
Del santo amor y de la paz morada;
Místico puerto de quietud sublime,
Que sobre el mar de la razón se alza.
Isla feliz de celestial refugio,
Desde la cual en éxtasis el alma
Hasta el cielo purísimo se eleva,
De la divina inspiración en alas.
Del mundo los intensos huracanes,
Sus revueltas y turbias oleadas.
Entre los brazos de esa cruz se estrellan;
Ante esos muros su furor quebrantan.
Así la roca á cuya planta ruge
Del poderoso Atlántico la saña,
Hácia los cielos su serena frente
Firme y constante con valor levanta.
¡Siglo falaz, en que vivir nos cupo,
Que de la luz y del saber te llamas!
¡Siglo que marchas entre turba inmensa
De progresos, de errores y borrascas!
¡Siglo orgulloso que olvidar pretendes
Del Sumo Dios la omnipotencia santa,
Y ante el becerro misero de oro
Muestras cobarde la cerviz doblada!
¿Porqué destruyes el asilo sacro
Que la inocencia y el dolor buscaran?
¿Porqué al lanzar tus victoriosos gritos
Ruedan del templo las divinas aras?
¡No sabes ¡ay! que entre el tumulto loco
De pasiones que chocan encontradas,
Entre el fatal positivismo frío
Con que tu propio corazón desgarras,
Hay almas puras do la fé se anida,
Y almas acaso de luchar cansadas
Que un puerto buscan do la paz impere,
De la virtud y la oración morada!
——————————————
Siempre las hubo; y en la clara noche
Trasparente y azul de que os hablaba,
Cuando el incienso aun humear se via
En la iglesia que hoy yace abandonada,
Un caballero que por tal le abonan
Su espuela de oro, su presencia hidalga,
Al monasterio se encamina oculto
Bajo los pliegues de su luenga capa.
Solo y á pié camina el caballero;
Y con su corazón quizás batalla,
Que alguna vez las húmedas pupilas
Al firmamento con dolor alzara.
Mas ansioso las fija en el convento
Que distingue á través de la enramada,
Y hacia él dirige sus inciertos pasos,
Que allí moran su bien y su esperanza.
No de otra suerte náufrago que lucha
De la mar con las ondas encrespadas,
Los ojos fija en el amigo faro
Que le muestra su luz hospitalaria.
Ya cerca está; y el apacible coro
Que severo los mongos entonaban;
Y el acento del órgano sublime,
Y de aquel sitio la solemne calma,
Son sacrosanto, celestial roció,
Bálsamo misterioso que templara
Los males todos que su pecho oprimen;
Las luchas todas, ele su pobre alma.
Su cabeza descubre con respeto:
Póstrase humilde ante la cruz sagrada,
Que entre sus brazos con fervor estrecha,
Y cuya piedra con su llanto baña...
Hasta que al fin, suaves en el viento
Las salmodias y el órgano se apagan;
Hasta que turban el silencio solo,
Las brisas de la noche perfumadas.
Entonces, levantándose el hidalgo,
Dos golpes diera con la fuerte aldaba
Del convento en la puerta, que muy pronto
Cuando su nombre oyeron, tuvo franca.
Mas aun sus pasos con pavor detiene;
Aun dirige tristísima mirada
Hácia el cerrillo donde ostenta oscuras
Sus antiguas almenas un alcázar...
Y su adiós, dando postrimer al mundo,
Con un suspiro que su pecho exhala,
Un suspiro que acaso llevarian
Hasta el castillo las errantes auras.
Cruza el dintel del monasterio santo;
Bajo sus arcos silencioso pasa,
Y en los claustros larguísimos se pierde
El confuso rumor de sus pisadas.
——————————————
Raudo pasara el tiempo; de la sierra
Entre los limoneros y espadañas.
Pobres ermitas de virtud asilo
En los montes agrestes se elevaban:
Y un monasterio de severa mole
Enmedio de ellos poderoso se alza
Que á la Virgen purísima invocando,
Y quien esos pacíficos albergues
Con su piedad y con su fé levanta,
Es un pobre y modesto Franciscano
Que egemplares virtudes practicara.
Un religioso en cuya frente brilla
La paz dichosa que inundó su alma;
Un religioso de humildad modelo.
Que bendicen doquier y doquier aman.
En los lugares do brilló orgulloso
El gallardo señor de Belalcazar,
Do el altivo Don Juan envidia diera
A los nobles de toda la comarca.
Ahora vése al austero cenobita
Que plebeyos y grandes admiraran,
Que al desvalido, con amor socorre,
Que al pobre enfermo cariñoso ampara:
Que las familias desunidas, une
Con el dulce fervor de sus palabras;
Que es un tipo evangélico y sublime,
De mansedumbre y caridad cristiana.
Así todos descubren sus cabezas
Si por el pueblo que le admira pasa;
Así todos el nombre respetable
De Fray Juan de la Puebla veneraban.
EPÍLOGO
Algunos años mas tarde,
Las campanas de la iglesia
De aquel monasterio santo
Que alzó Fray Juan en la sierra,
Con melancólico acento
Que por los aires resuena.
Por un sacerdote doblan,
Y por su descanso ruegan.
El pueblo de Belelcazar
Al templo triste se acerca.
En cuyo centro sombrío
Un catafalco se eleva.
Y en él, el cadáver yerto
Del Franciscano contempla,
Que el bien practicó en el mundo,
Y de Dios al seno vuela,
Llora ante el altar el pueblo,
Los monges gimen y rezan,
Bajo las bóvedas altas
Grave el órgano resuena,
Y aquellas voces unidas,
Aquellas plegarias tiernas,
De Dios al escelso trono
Los ángeles puros llevan.
———————————
De un escudero seguida,
Por largo velo cubierta,
En el contristado templo
Una señora penetra,
Negro es su trage y sencillo;
Por largo velo cubierta,
En el contristado templo
Una señora penetra,
Negro es su trage y sencillo;
Sus tocas también son negras;
Su porte magestuoso.
Nobles sus formas y bellas.
Pero en su rostro se advierten
Los surcos que hacen las penas,
Y en sus cabellos, acaso,
Hay de plata algunas hebras.
Hay de plata algunas hebras.
Con paso lento, la dama
Hasta el túmulo se acerca;
Hasta el túmulo se acerca;
En él sus miradas fija,
Ahoga un grito de sorpresa,
Y de rodillas cayendo,
Confusa, abrumada queda,
Otro tiempo recordando
De ventura y de inocencia.
De ventura y de inocencia.
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Era Constanza; Constanza,
Que sola y viuda, anhela
Terminar sus tristes dias
En los montes do naciera.
Allí, en su viejo castillo
Con sus memorias se encierra,
Siendo cual antes el ángel
De las montañas aquellas.
Y todas las tardes, cuando
Se oculta el sol tras las crestas
De los altísimos picos
Y aparecen las estrellas;
Cuando á la oración convoca
La campana de la iglesia
Y los cansados labriegos
Tornan del campo á la aldea,
Llega al convento la dama;
Y ante una cruz de madera
Que en el pobre cementerio
De los Franciscos se eleva,
Sobre una losa sencilla
Que dos cipreses sombrean
Y en cuyas orillas crecen
Verdes campesinas yerbas,
Prosternase reverente;
Férvida oración eleva;
Algunas flores enlaza
Sobre la cruz de madera,
Y puras lágrimas vierte
Con las que las flores riega;
Con las que riega la tumba
Del padre Juan de la Puebla.
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