LA CARRETERA
Lo contaré como lo viví, aunque me gustaría tener mejor oído —como Dimas cuando se barruntan lobos—, por no tener no sé ni leer. Al maestro no le dio tiempo a enseñarme. Mi primer encuentro con el forastero fue cuando iba con Curro y Gallardo en dirección a la loma. Me preguntó cómo me llamaba. Le contesté que Sincarrito, y que era hijo de Pepe, el sin carro.
—Es mío.
—No, padre dijo que era para mí.
Días, semanas y meses negociando cómo partir la herencia. No hubo manera de deshacer el desacuerdo sobre los aperos de labranza. En lo tocante a las tierras estaban heredadas. También se solucionó lo del san Antón Abad y la escopeta. Se hicieron dos lotes, acá el santo; allá la escopeta. Cada hijo se llevó su parte.
Días, semanas y meses negociando cómo partir la herencia. No hubo manera de deshacer el desacuerdo sobre los aperos de labranza. En lo tocante a las tierras estaban heredadas. También se solucionó lo del san Antón Abad y la escopeta. Se hicieron dos lotes, acá el santo; allá la escopeta. Cada hijo se llevó su parte.
—Si me sujetas este palito derecho, te doy un duro.
—¿Un duro entero? —pregunté, sin quitar el ojo de Curro y Gallardo.
Nunca había tenido uno; lo más, tres pesetas. El fulano se metió la mano en un bolsillo del chaleco y sacó una moneda. Brilló plateada entre sus dedos. Estuve a punto de soltar los cabestros, pero le había prometido a mi madre ser hombre de palabra para que me permitiera ir a la escuela a aprender a juntar las letras.
—Mande usted, señor.
—Ve hasta esa loma, dónde están las piedras amontonadas que se ven desde aquí y aguántalo recto, hasta que te dé una voz, Sincarrito.
Allá me fui, con ese palo delgado y largo que tenía muchas rayas, todas muy juntas, de una punta a la otra, a lo alto de la loma con Curro y Gallardo. Me venía de camino de la explanada donde estaba la maquina que embalaba la paja. A media loma, mientras clavaba la estaca con una piedra, pude ver al fulano se acercándose al cortijo de Dimas y cómo salía a su encuentro, Purificación, la mujer de Dimas. No fue mucho lo que parlamentaron, lo justo para que no dijeran que una mujer casada le había dado mucho entretenimiento a un forastero.
Don Eusebio, el primer día, se presentó con una botella de aguardiente de Cazalla y un libro gordo. Dijo que era el Tesoro de la Lengua Castellana de Sebastián de Covarrubias. Antes de enseñar a leer a los niños, quería hacerlos hombres y les mostró un vasito, de los de vino.
—Pensad una palabra, niños, y la buscaremos en el libro. Antes os haré hombres por derecho: os dejaré que toméis un sorbito.
Grullas: «..son aves peregrinas, que mudan con el tiempo las tierras, y ora caminen por el aire, ora hagan assiento en la tierra, siempre van juntas y de compañía…». Eso lo leyó don Eusebio, antes que viniera la Guardia Civil y se lo llevara esposado. Lo había denunciado el médico, que casi vio morir a su hijo, Luisito.
—Y quédate con todo lo demás. Tú no eres quién merece conservarlo, tú ya no vales nada para mí.
Eso dijo Dimas, como cuando los novios se devuelven la cartas y el rosario de su madre. Si ya tenía uno el barbudo san Antón, y el otro la escopeta, ¡a qué liarla buscando un tipo que serrara madera! Recordaba eso que dijo mi madre, cuando vi de lejos al forastero, hablando con la mujer de Dimas. Temí que saldría hecho un toro y le arreara estopa al forastero antes que le diera tiempo de darme el duro.
—Sincarrito, baja de la loma y ponte con el palito derecho delante del puente del arroyo que se ve en el camino, frente a la puerta del cercado de Revaliente —me gritó el forastero, volviendo al camino.
El condenado tenía vozarrón; a pesar que parecía que iba salir volando por los aires.
—Lo tuyo te lo envío a cualquier parte, tú ya no vales nada para mí —dijo Dimas.
Le pegó una patada a la parte de su hermano, mientras arrastraba su otra mitad para meterla en la cuadra. Luego se paró rebuscando en los bolsillos unas monedas para pagar al carpintero.
Me contaron que el gobernador iba con muchas prisas, sin tiempo para hacer la terna para nombrar al alcalde. Tenía que llegar a la inauguración del silo de Hinojosa del Duque y salir pitando al otro pueblo. El padre de Justiniano nos contó que en Pueblonuevo del Terrible habían anunciado una huelga. Aquello era un polvorín. Me dijeron que el gobernador le prometió a su asistente que lo primero que se le cruzara, camino de la inauguración, lo propondría para alcalde. Los primeros fueron Curro y Gallardo. Menos mal que el gobernador no era hombre de palabra y propuso al tercero con el que se cruzó por el camino.
El gobernador inauguró el silo, llamó al chofer y se fueron levantando nubes de polvo en dirección a Pueblonuevo. Cuando le llevaron el papel con el nombre del fulano que había señalado por la ventanilla del coche, para que lo firmara. Le dijeron:
—Tiene un santo.
El gobernador, miró por el balcón del Ayuntamiento a los huelguistas, tiznados de carbón. Los obreros chillaban en la plaza reclamando más paga, menos horas de trabajo, más seguridad en los túneles y menos ganancias para los ingleses, los dueños de la concesión. Su excelencia se rascó la barriga y dijo, muy clarito:
—Eso lo arreglaremos con la carretera. Ahora, traedme aquí al capataz.
Esa fue la palabra que yo había elegido. Aunque solo no pude, me ayudó Dimas, que mira si era listo que ocupó el sitio del maestro. Regresan cada año a los Pedroches para pasar los inviernos. Vuelan formado una uve, me explicó Dimas. Esa letra me la enseñó Dimas, así que don Eusebio solo me tenía que enseñar a escribir las otras veintiséis. Tampoco me tiene que explicar que al Terrible se le escapó un conejo. El animal se refugió en su madriguera. El perro se puso a escarbar y escarbar; así descubrió el carbón. ¡Ah, sí!, si aprendo a escribir, a lo mejor hasta seré alcalde.
¡Es más listo tu maestro! Me dijo, antes de que lo nombrara el gobernador; que le dijera a don Eusebio que buscara en el Covarrubias la palabra «grulla».
Cuenta el Covarrubias que «heredado» es el que «posee ya la hazienda de su padre»; el hombre tuvo que soltarlas en vida. ¡El pobre! No podía trabajarlas. Subiendo con la cabalgadura la loma, salió una culebra; Gallardo se encabritó y el jinete voló por encima de las orejas de su mulo.
—Voy a matar a ese mulo —dijo Dimas.
Y allá se fue con una azada para matar a Gallardo. Le arreó estopa por haber tirado a su padre, pero cuando su mujer fue a buscarlo para contarle que no estaba muerto, que estaba vivo; Dimas se tiró de hinojos en la tierra mojada por la lluvia.
Así salvo la vida Gallardo. Quedó cojo, pero con el mismo trato que su hermano, Curro; en lo tocante a dejarlos atados a una estaca en mitad de la loma; no en lo tocante a trabajo. Como quedó cojo, Dimas sentenció:
—Tú tienes que hacer por los dos —y palmeó la testuz de Curro.
Luego se murió Pepe, mi abuelo, y la liaron los dos hijos, peleándose por el carro. Eso hace la tela de años, aunque ya nadie se acuerda, mi padre se quedó como Pepe, el sin carro. Y mi tío, que me quiere como si fuera su propio hijo, como Dimas, el alcalde.
En eso andaba pensando mientras el forastero me tenía de aquí para allá, dando vueltas por todos los cerros que rodeaban las tierras de Dimas, mientras voy poniendo derecha la regla. Una vez, me dio un vozarrón. Me dijo que me pusiera delante del cortijo. Me puse frente a la casa de Dimas, exactamente ante la puerta de la entrada que daba a la cocina.
Esa puerta ya no la cruza el Terrible. Dimas lo compró en Pueblonuevo. Lo enseñó a ir por derecho. Cuando volvía con Curro y Gallardo, Dimas me invitaba a entrar y tomar algo del puchero y el Terrible estaba allí, merodeando. Dimas, le dijo:
—Pase usted.
Cuando el chucho traspasó el umbral de la cocina, descolgó un cinto y le arreó estopa. Desde entonces, cuando Dimas me dice que pase a coger algo de la olla, el Terrible se asoma desde la puerta. Dimas lo mira.
—Pase usted —le dice.
Y el perro se va con el rabo entre las piernas y se pone a otear por si viene alguien por el camino, que dicen que pronto será carretera.
Luisito en lugar de dar un sorbito del aguardiente, se bebió de un trago el vasito entero. Don Eusebio tuvo que darle de guantadas en la espalda para que no se ahogara, pero nada. Tuvo que cogerlo en brazos y llevarlo en volandas a dónde su padre. Estuvo muy malito. Fue Dimas el que dijo que saldría para adelante. Por eso Sincarrito no sabe leer, porque vino la Guardia Civil y prendió al maestro por corromper niños.
Mi tío tuvo que apechugar conmigo, que no sé leer, y con la alcaldía. Dimas dice que no puede hacer como el otro; y ser alcalde y maestro de una tacada. Qué bastante tiene con el forastero, que le ha amenazado con que el trazado de la carretera entrará por la cocina cuya puerta guarda el Terrible.
Sin embargo, es listo Dimas, no como mi padre, que solo le gusta matar conejos. Por eso como en casa de Dimas porque no puedo con las liebres desde que supe lo de las minas. Dimas es tan listo que logró que la carretera que estaba trazada recta, hiciera una curva alrededor de su cortijo.
—Se gastará más gasolina —dijo el forastero, cuando dibujó en el plano la curva de la carretera.
Era hombre de palabra, no solo me dio el duro por mover el palito alrededor de la casa de Dimas, sino que reconoció que si Dimas era listo como para barruntar lobos, se merecía que la carretera no atravesara su casa.
—¡Ay, Virgen Santísima de la Antigua en su Santo Santuario de por allí, entre la Patuda y Cerro Cohete! ¡Lo que hay que ver! ¿Qué haces dando las vueltas del carajo con ese palito? Dimas, ¡dile que se meta dentro, que va a pillar una insolación la criatura! —Dijo Purificación.
«Aguçanieve», dijo Dimas cuando buscaba la palabra «aguardiente» en el Covarrubias.
—No viene lo de Cazalla—había dicho.
Nos explicó, cuando se pasó por la escuela y nos vio jugando a la pelota dentro, porque no hay maestro, que es «una avecita que los latinos llaman motacilla».
Y todos los críos miramos a nuestro alcalde, embobados. Ni más, ni menos. Había vencido al recadero de su Excelencia, al que vino a mirar un palito de rayas puesto a lo lejos a través de una cajita montada en un trípode. Era muy parecida a la de Lucas, que viene en la feria a sacar los retratos de los niños vestidos de Primera Comunión.
—¡Cómo vaya a tu casa a pedirle un vaso de agua a tu mujer y vuelva a ver esas barbas, te meto la carretera por la cocina! —Le dijo el forastero.
«Labrador», se dice —dice el Covarrubias— «no sólo el que actualmente labra la tierra, pero el que vive en la aldea; porque las aldeas se hicieron para que en ellas se recogiessen con sus bueyes, mulas y hato los que labraban las tierras vezinas, y concurriendo muchos en un puesto hicieron los lugares y aldeas: y comúnmente los que viven en ellas se ocupan poco o mucho en cultivar la tierra y labrar los campos».
Volvía de la loma, tirando de Gallardo, que ya no tenía remedio ni cojeando; cuando vi al forastero. Se acercaba con su cajita al hombro al cortijo de Dimas , lo vi entrar y estar dentro de la casa más de la cuenta. Curro se las apañaba solo, sin que tuviera que tirar de su cabestro.
—¡Qué pierde la honra mi tía, Curro! —Dije.
Entonces vi a Dimas correr como un loco por mitad del campo, blandiendo una azada en el aire. Casi se me paró el corazón. Al rato, me acordé que el forastero no me había dado el duro por mover —de acá para allá— el palito largo y pintado como la regla de don Eusebio. Apreté a correr en dirección al cortijo antes que mi tío lo matara y no viera el duro en mi bolsillo.
¡Qué ya es bastante que me llamen Sincarrito, por mi padre! ¡Qué Dimas tiene otro medio carro y nadie le ha puesto mote!
—Don Marcial, me cuentan que la carretera hace una curva larga que rodea todas las tierras de Dimas Revaliente Gómez.
—Gobernador, sabe usted que soy de palabra.
—Lo sé, por eso lo contratamos. Sabemos que presentará las cuentas justas y no desviará un real del presupuesto. ¡Qué nos falta el dinero porque son muchas las necesidades que cubrir! Pero… ese meapilas, que lo nombré alcalde por ir con prisa a atajar la huelga de Pueblonuevo… ¡Los mineros son muy burros, amigo mío, y meten mucho miedo!
—Cumplió lo prometido. No volví a ver las barbas del san Antón, gobernador. El tío cogió una azada y le dio al santo en toda la cara. Lo afeitó, excelencia.
—¡Ya! Pero… aquello parece una ermita. Todos van a ponerle una vela al afeitao.
—Está enseñando a leer a los críos, excelencia. —Atajó el ingeniero.
Sevilla, 28-11-2015
Notas:
- El relato está escrito con técnica mixta, alterna un párrafo de «Narrador testigo» con otro de «Narrador cámara».
- A Curro y Gallardo me los presentó mi amiga Leonor Rodríguez, mientras tomábamos el fresco en el umbral de su casa de Galaroza.
- Mientras escribía el cuento, mi amiga Concha Vidal me escribió esas frases de una canción de María Dolores Pradera por WhatsApp, que aproveché al vuelo:
• "Y quédate con todo lo demás. Tú no eres quién merece conservarlo, tú ya no vales nada para mí".
• "Lo tuyo te lo envío a cualquier parte, tú ya no vales nada para mí".
- El autor de "¡Ay, Virgen Santísima de la Antigua en su Santo Santuario de por allí, entre La Patuda y Cerro Cohete! ¡Lo que hay que ver!" es José Andrés Cabrera Muñoz, que tuvo la afortunada osadía de escribir este párrafo en su muro de Facebook.
El enlace del relato en el blog de la Universidad de Sevilla es el siguiente:
La carretera
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