A los ocho años recuerdo a un emocionado Manolo Gómez enseñándonos una fotografía recortada de un periódico, era un miliciano abatido por un disparo. Ni más ni menos, la fotografía se había hecho en el mítico Cerro Muriano, el lugar donde todos los chicos tenían que cumplir el rito de paso de hacerse hombres: la mili. Su obsesión era hacer la fatídica mili en el CIR Cerro Muriano al mismo tiempo que mi hermano; se preguntaba si podría hacerla con diecinueve años con los que tuvieran veinte para no separarse de sus amigos. La mía fue averiguar cómo el miliciano de la camisa clara de la fotografía había sido alcanzado por un disparo si en su inmaculada camisa no se veía gota de sangre alguna.
Ignoraba que mi descubrimiento de la fotografía había sido con una imagen mítica, con la "Muerte de un miliciano" de Robert Capa; desde ese instante, aprendí a ver con otros ojos los recorridos con mi familia, en un 124 blanco, por los pueblos del Valle de los Pedroches, aventuras en las que nos embarcaba mi padre para tomar una fotografía a una encina en forma de elefante, a una cruz de granito, a las jambas de una puerta decoradas con arabescos, a una iglesia. Eran los tiempos en que un carrete de fotografías normal apenas tenía 20, con suerte 40, y solo se sacaba una o dos, evitando disparar los días nublados porque era gastar carrete. De esos extraños recorridos en los años 60, principios de los 70, atesoro un extraño archivo fotográfico lleno edificios derruidos y desaparecidos, de siembras y quemas de rastrojos, de gente de oficios populares, de matanzas, de fiestas y procesiones, de encinas con formas de animales, y de cosas construidas con granito. La pasión fotográfica la heredó mi hermano, quien me enseñó los secretos del cuarto oscuro y a revelar un carrete de diapositivas metiendo las manos en una camisa negra cerrada con cremalleras.
Siguiendo esa estela de fotógrafos caseros, una parte de mi biblioteca atesora libros de fotografía, especialmente los de la agencia Magnum (Seymour, Cartier-Bresson…), cuyo clímax fue la entrada en la agencia de mi admirada Cristina García-Rodero y su maravilloso libro de fotografías España Mágica . Libro bello pero terrible, por la incomprensión que me produce descubrir en sus páginas el fanatismo religioso católico de la España rural, a pesar de que, por mi formación como antropóloga, se supone que debo mirar la fotografía con ojos de "los otros", los desgraciados que portan ataúdes y visten de primeras comuniones a los niños para desfilar en las procesiones.
La alargada estela de Capa llegó al punto de que Susana Fortes, la magnífica autora de "Querido Corto Maltés” (1994), cayó en los infiernos de mi ideario por su frívolo y superficial tratamiento de Capa en su novela “Esperando a Robert Capa” (2009), mostrando en la historia a la mujer que había detrás del mito, Gerda Taro y pasando de puntillas sobre el debate del montaje de la foto del miliciano, que parece ser, que tampoco podría haberse tomado en Cerro Muriano, el lugar en el que, de niños, creíamos que se moría de un día para otro por un disparo.
Hoy, mis herederos de Capa son unos hombres y mujeres más terrenales y cercanos; unos tipos geniales que no precisan recorrer medio mundo para asentarse en los horrores de la guerra para sacar fotos de portada; son gente urbana que hace maravillas con el Photoshop y la manipulación digital. Personas que no necesitan una Leica, sino que buscan la versatilidad de las cámaras digitales, incluso de los móviles, para congelar el instante en que una fotografía pasa ante nuestros ojos.
El último de entrar en ese lugar, reservado a los herederos, ha sido José Andrés Cabrera Muñoz con su insuperable fotografía, titulada: "El buzón y la niña de rojo" (2010).
Preciosas y emotivas palabras, Dolores, gracias por regalarlas una vez más. Agradecido por la parte que me toca. Me siento profundamente halagado.
ResponderEliminarJosé Andrés.
A ti, José Andrés, por darme el "santo y la seña" para rescatar algunos recuerdos. Ha sido un placer escribir la entrada.
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