viernes, 4 de octubre de 2013

EL EMPLEADO DEL MES

Dicen que mi padre tenía la apostura de Laurence Oliver hasta que una tarde de circo quedó varado en mi infancia como el jorobado de Notre Dame. Descubrimos a mamá tras la lona de un carromato, besando al trapecista islandés. Papá no sabía nada de cocina, me alimentó con pizzas todos los años en que mamá estuvo volando por los cielos de esos mundos, haciendo números asida a las manos de su volatinero. Dicen que ella volvió, no estoy seguro porque a los veinte y tres años con las hechuras y la calvicie de Alfred Hitchcock encontré trabajo en Cementos Sólidos, S.L. y abandoné la casa conyugal con una mochila y una pila de cajas de pizzas a los cuatro quesos bajo el brazo.

Las cosas fueron más o menos llevaderas en la cementera hasta que importaron al gerente Keane, el americano. La paz se hizo añicos. Keane visitaba a los oficinistas a horas imprevistas, hacía rondas puntuando en una libretita la productividad del personal. Desató una actividad frenética. Los trabajadores, para evitar la reducción de sus pagas, suprimieron la pausa del cigarrillo, el pincho de la una, las visitas al baño, la comida recalentada en el microondas y las incursiones al cuarto de la fotocopias para echarle un ojo o un pellizco al trasero de su secretaria.

A pesar de mi manta de defectos, que se hubiesen atenuado si no trabajase como contable, si Hitchcock me hubiese legado su genialidad con el suspense o si mi padre no me hubiese alimentado con pizzas, soy un trabajador honrado. El otro día sin ir más lejos, para apurar más con los balances, mordisqueaba un melocotón, medio escondido tras la pantalla del ordenador, cuando Keane inició su ronda por el departamento. Me metí, de golpe, la fruta en la boca.

—Parece que afloja usted un poco, Rosauro. La semana pasada le arrebataron por dos décimas el título del empleado del mes y el anterior, por media décima.

El jefe Keane, fijándose en mi cara de contable íntegro, me palmeó animoso la espalda y el hueso se deslizó por mi tráquea. Para desviar la atención de mi sofoco, señalé a mademoiselle Coco, la solterona para todo de la planta de RR.HH., que pasaba con la pila del correo. Con los restos del melocotón en el estómago, dije para que todos los de los de la sección de contabilidad lo escucharan:

—Mademoiselle, tráigame usted las estadísticas de ventas de los últimos cinco años, que voy a comparar los balances para que la junta del jueves cuadre la campaña de marketing.

A las nueve y veinte llamé a casa para decirle a mi mujer que regañara al niño, que menos wii y más deberes. Que llegaría tarde por tener trabajo atrasado.

—No me esperes levantada –susurré.

Hay mujeres para todo, cuando uno consiente que las rubias de portada pasen de largo, encuentra hasta una dispuesta a amoldarse a las hechuras de las pizzas. Así que me esperaría.

Ayer me llamó mi mujer, dice que Alfredito ya es todo un señor ingeniero, que no hace falta que me apresure con el trabajo para ayudarle con los quebrados, que el niño ya tiene novia con bombo, suegra y sueldo. Justamente cuando había acabado de cuadrar los balances para la junta del dichoso jueves. Para el colmo, mademoiselle Coco me ha amenazado, no me ayudará a levantarme de la silla, cortando las raíces del melocotonero que me ha crecido en la barriga y que llegan hasta el sótano, hasta que no recoja la cosecha. Que no se ha pasado siete años largos regándome la calvicie para que me vaya a casa con los melocotones puestos.

Cuando Keane -dicen que se jubila un día de estos- se dio el previsible paseo por las oficinas, me sacudió otra palmadita en la espalda.

—No se preocupe, Rosauro, la dirección ha creado un nuevo premio, el empleado más verde. Hemos decidido otorgárselo a usted, desde que nos da sombra no hace falta encender el aire acondicionado.

Aunque sigo siendo un trabajador virtuoso, he cuidado de no decirle a mademoiselle que en lo más frondoso de mis ramas ha anidado una cigüeña o recogerá la cosecha y me retendrá sin cortarme las raíces hasta que los polluelos puedan emigrar a lugares más cálidos.



© Rubio de Medina, Sevilla, 2011.


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