sábado, 6 de octubre de 2018

El cuento de los «arbitrios sobre los toques de campana»



© María Dolores Rubio de Medina, 2018

Con esto de la polémica sobre la propiedad de la Mezquita de Córdoba, donde la historia se interpreta por quienes no son expertos en la materia, he recordado la polvareda que se levantó en el primer trimestre de 1933, en Hinojosa del Duque, en la idealizada II República. La mecha, ni más ni menos, la encendieron los socialistas. Al igual que en lo de la Mezquita, lo que se llamó «arbitrios sobre los toques de campana» fue un asunto propio de gente que, en lugar de arreglar los problemas, como estos les vienen grandes, se dedican a liarla, desviando la atención a cosas que manejan perfectamente, hasta que aparecen los héroes de turno y les desmontan el invento. Así que vamos con el cuento para descubrir esos héroes.


Fueron otras campanas, pero las soportó esa torre,
la de la iglesia de San Juan Bautista, la llamada "Catedral de la Sierra".

Érase que se era un pueblo llamado Hinojosa del Duque en el que, en el frío invierno de 1933, la Corporación municipal acordó sablear a la Iglesia, imponiéndole un impuesto originalísimo: sobre los toques de las campanas. La Corporación local, como todos los Ayuntamientos de todos los tiempos, necesitaba de recursos, así que se reunió en la correspondiente sesión y la mayoría socialista propuso lo que el semanario Hinojosa, 8/1/1933, núm. 119, definió como «Una proposición impolítica», por sugerir la imposición de «un arbitrio municipal sobre ‘toques de campana’». 

La plantilla del periódico –de izquierdas y firme defensora de la II República, no se vayan a creer–, no tuvo empacho en escribir en la primera página del periódico que aquella decisión era una «Novedad pintoresca de ciertos revolucionarios teatrales, que nos hacen recordar al maestro Ortega y Gasset cuando afirmaba que muchos hombres se obstinan en hacer ‘‘una República agria y triste’’». En definitiva, el Hinojosa, 8/1/1933, núm. 119, argumentó lo mismo que  pasaría con el famoso impuesto de la banca que quieren imponernos ahora, que sería el ciudadano el que tuviera pagarlo, porque «…no ha gravar para nada los ingresos del clero, porque este se limitará a incluírselo al feligrés». Deja claro que esa propuesta de recaudación era propia de sujetos en los que no había «cristalizado el verdadero y auténtico sentido de la República liberal y democrática».

Como es un cuento, tiene que aparecer algún malo cometiendo un despropósito. En nuestro caso fueron los concejales con su voto secreto. La propuesta socialista de imponer un nuevo tributo fue aprobada en sesión del Ayuntamiento el día 10/1/1933, en votación secreta; el resultado fue el siguiente: 9 votos a favor, 4 en contra y 1 en blanco (Hinojosa, 15/1/1933, núm. 120, pág. 4). 

La plantilla del periódico aclaró que no pretendía iniciar una campaña en contra de la medida; y menos mal que no lo hicieron, pues tiemblo de pensar el ensañamiento del Hinojosa, si hubiera hecho lo contrario. En definitiva, no dejaron pasar oportunidad para meterse con la Corporación local, publicando  con un toque irónico– que esperaban que la medida tuviera efectos retroactivos, para que, de esa manera, el Ayuntamiento, necesitado de ingresos, pudiera recaudar más por las bodas y los bautizos realizados, meses antes, por los que concejales que votaron a favor de la medida. Y aseguran que los defensores del impuesto argumentaron que «las creencias religiosas es un artículo de lujo, sobre el que debe de recaer el peso de un arbitrio» (Hinojosa, 15/1/1933, núm. 120, pág. 4). Además le recordaron a la Corporación que la medida ya se había intentado imponer, sin éxito, en una iglesia de Dos Hermanas (Sevilla), al haber prosperado el recurso que se interpuso contra ella. 

Por si fuera poco, pese a no hacer campaña, el Hinojosa no dudó en publicar un par de duros artículos en contra de la medida:

  • El primero de ellos está firmado con seudónimo, por Giraldillo, que describe el panorama de un pueblo que no paga el tributo, condenando «… a funerario silencio los bronces de nuestras iglesias no nos despertarán al rayar el aurora, para que acudamos presurosos a reanudar el cotidiano y regenerador trabajo; no alegrarán nuestra vida ni lloraran nuestros duelos en las irreparables perdidas de las prendas de nuestro amor; no saludaran al morir el día de laboriosos hijos de mi pueblo…» (Hinojosa, 29/1/1933, núm. 122, pág. 4).
  • El segundo, está firmado por Fermín Aranda Arias, quien escribe desde Teror (Canarias), y que, entre otros temas, se pregunta cómo se podrían computar los toques de campana. Propone la creación de un nuevo puesto de trabajo en la plantilla del Ayuntamiento para que fuera ocupado mediante la técnica del enchufe, el del «Inspector de campanas». El articulista, perplejo, se pregunta si el Ayuntamiento no tiene mejores cosas que hacer, y por si estuviera falto de ideas, le sugiere que podría dedicarse a arreglar el salón de plenos o a reparar las escuelas para que en los días de lluvia el material no se moje «como si estuvieran en plena calle» (Hinojosa, 5/2/1933, núm. 123, pág. 3).

Y ahora le corresponde entrar en escena a los héroes o mejor, dicho, a los «ángeles», de esta historia. Estos papeles fueron desempeñados por Ángel Martínez Ballesteros, párroco de la iglesia de san Juan Bautista, y Ángel de Tena Martín, párroco de la iglesia de san Isidro Labrador, los cuales tuvieron el atrevimiento de firmar el recurso que se interpuso contra el Ayuntamiento de Hinojosa del Duque por «el arbitrio municipal sobre ‘toques de campanas’» para que fuera elevado al Sr. Delegado de Hacienda de la provincia de Córdoba, a quien correspondía su resolución. El recurso fue publicado en su integridad por el Hinojosa, 12/2/1933, núm. 124. El semanario hizo un esfuerzo extraordinario, pues la transcripción del recurso ocupa casi tres páginas de un total de 10 que forman el número, esto demuestra lo revolucionada que estaría la ciudadanía de la época, pues se trataba, recuérdese, de un periódico que prometió no hacer campaña sobre el tema de los famosos toques.

El recurso está argumentado maravillosamente, a todas luces fue redactado por un buen abogado –aunque no tengo pruebas, me hace ilusión atribuir su redacción a Manuel Antón Garrido, director del Hinojosa, que no solo era propietario del seminario, sino también abogado–. 

En resumidas cuentas, los argumentos para pedir la supresión del impuesto sobre el toque de las campanas giran sobre la interpretación del artículo 27 de la Constitución de la República Española, de 9 de diciembre de 1931, del que reproduzco lo relevante para entender el asunto: «La libertad de conciencia y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión quedan garantizados en el territorio español, salvo el respeto debido a las exigencias de la moral publica.
(…)
Todas las confesiones podrán ejercer sus cultos privadamente. Las manifestaciones públicas del culto habrán de ser, en cada caso, autorizadas por el Gobierno.
(…)».

El recurso consta de tres puntos diferentes que rebaten el derecho que tiene el Ayuntamiento para establecer el impuesto, cada uno de ellos demuestra que el Ayuntamiento de Hinojosa, en su sesión del día 10/1/1933, se había pasado, como popularmente se dice, cinco pueblos:

1.º- Los concejales habían aprobado un acuerdo ilegal, sin tener la competencia necesaria. Conforme al artículo 27 de la Constitución,  se tenía que dejar claro si «tocar las campanas» era un acto público o privado. Si se entendía que el toque era un acto realizado en un ámbito privado, el Estado solo tenía que «cuidar que no se falte a la moral pública; pero si el culto religioso se ejerce fuera de los lugares sagrados mediante manifestaciones en la vía pública, ya la Ley Constitucional requiere una previa autorización. Pero no de esta o de la otra autoridad, sino precisamente del Gobierno», no del Ayuntamiento. 
El recurso argumenta que el acto de tocar las campanas se realiza para cumplir con «ritos canónicamente incorporados a la práctica de la religión católica, puesto que por medio de aquellos se realizan las horas de oraciones preceptivas para los creyentes, se convoca a estos a la celebración de determinados oraciones preceptivas…»; y, por otro lado, que «los referidos toques no se ejecutan fuera del recinto de las iglesias». Es decir, que es una actividad privada, realizada de forma privada, por lo que al no ser una manifestación pública, no tenía que ser autorizada mediante la imposición de un impuesto por el Ayuntamiento. Y si se consideraba que era pública, la competencia sería del Gobierno, no del Ayuntamiento.

(Confieso que me deja un poco perpleja el argumento de que el toque de las campanas es una manifestación privada, pues entiendo que como se escuchan en todo el pueblo y más allá, es algo con repercusión pública. Supongo que el recurso podría referirse a que las campanas se tocan desde dentro del edificio propiedad de la iglesia).

2. º- El pago de contribuciones solo podía hacerse en el marco del art. 115 de la Constitución, que establecía que nadie estaba obligado pagar las contribuciones que no hubieran sido aprobadas por las Cortes. Se recurre el acuerdo porque, además, las Corporaciones locales solo podían exigir el pago de los impuestos incluidos en los supuestos regulados en el art. 326 del Estatuto Orgánico de los Ayuntamientos. Ninguno de estos supuestos se adaptaba al impuesto de las campanas. Imponerlo lesionaba «los legítimos intereses de los reclamantes y de sus feligreses, intereses que tienen un doble carácter, pues o son valores espirituales que por robustecer la formación moral del individuo alcanzan una alta estimación económica, o bien son bienes puramente materiales considerablemente prejuzgados con daños de fácil apreciación cuantitativa.
Los intereses del primer grupo sufren con el arbitrio acordado una lesión injusta por cuantos serán objeto de una coacción que se opondrá al desenvolvimiento pacífico y ordenado de una noble y desinteresada finalidad moral, cual es la que la religión católica tiene por misión y que está permitida por la legalidad vigente. Los intereses de segundo orden, los estrictamente materiales, serán así mismo perjudicados con igual injusticia toda vez que el arbitro establecido, quebrantando el principio de generalidad característico de todo gravamen fiscal recaerá solamente sobre una clase o grupo de vecinos, siquiera esta población constituyen ya la inmensa mayoría: Los que profesan la religión católica, no obstante tener reconocida constitucionalmente la legitimidad de su confesión religiosa» (Hinojosa, 12/2/1933, núm. 124, pág. 6).

3.º- Finalmente, porque el artículo 321 del Estatuto Orgánico de los Ayuntamientos dispone que las exacciones municipales tenían que ser aprobadas mediante una ordenanza, en la que debía de constar: «las condiciones en que nace la obligación de contribuir, las exenciones legalmente acordadas, las bases de perfección, los tipos de gravamen, las responsabilidades por su incumplimiento, la fecha de su aprobación, la del comienzo de su vigencia y el plazo en el que haya de permanecer en vigor».
Ordenanza que, como bien supone el lector, no existía.

Por todas estas razones, nuestros «ángeles» pidieron que se dejara sin efecto la aprobación «del arbitrio impuesto sobre los toques de campana».

Por si fuera poco, el periodicucho (lo digo con mucho cariño, pues soy admiradora recalcitrante de los redactores del semanario), sí, ese que dijo que no iba a hacer campaña, volvió con otro editorial en portada, en el número siguiente, donde informaban de que el documento presentado por los párrocos había sido leído en el pleno municipal, donde se estimó «que debía accederse a lo que solicitaba: es decir, elevarlo al Sr. Delegado de Hacienda de la provincia para que estudiase las razones que se expongan en contra de la imposición de dicho arbitro». El Hinojosa aclara que, aunque eso era lo que tenía suceder, lo extraordinario del asunto fue que al voto de protesta contra el arbitrio, realizado por el Sr. Leal, se le unieron otros concejales que antes habían votado a favor de su aprobación, y que  lo que «conviene advertir para conocimiento del lector es que esos hombres se manifestaron entonces bajo la fuerza de la disciplina y hoy piensan, hablan y actúan sin restricciones ni perjuicios entre nosotros» (Hinojosa, 19/2/1933, núm. 125, pág. 1). 

Así que, al final, va ser verdad, que el Hinojosa no hizo campaña en contra del impuesto, pues se abstiene de decir aquello tan socorrido, de que algún concejal pensara que «hay unos traidores entre nosotros», pues justifica el cambio del voto de una forma muy hábil y oportuna. ;-)

Y como colofón, el día de la Pepa, ese semanario, famoso por no hacer una escabechina del asunto, sacó una noticia –en su haber hay que decir que no la estampó en la primera plana–, en la que decía: 

«Pues teníamos razón!
La Superioridad declara ilegal 
el impuesto sobre las campanas».

Al parecer, la semana anterior, el Delegado de Hacienda de la provincia de Córdoba consideró «que el impuesto sobre las campanas no se apoyaba en precepto alguno, y en su consecuencia, ha procedido a eliminarlo del presupuesto municipal. Por si esto fuera poco, la superioridad advierte en unos de los Considerandos que el acuerdo no podría tampoco tener validez por no haber sido votado por la mayoría absoluta del Concejo» (Hinojosa, 19/3/1933, núm. 129, pág. 7).




Y colorín, colorado, este cuento ha acabado y, aunque las campanas de esta historia desaparecieron en la Guerra Civil, con el tiempo, nos trajeron otras, por lo que hoy podemos comer perdices y ser felices escuchando las campanas, libres de impuestos de toques; pero esquilmados por otros muchos.


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